La confianza es el insumo más escaso en el campo
En 2020, las exportaciones agropecuarias colombianas aumentaron apenas 3,9% y desde 2015 sólo han crecido 4,8% anual. Colombia no ha logrado ningún éxito exportador agrícola después de las flores en la década de 1970. El contraste con Perú es muy marcado: las exportaciones agropecuarias no tradicionales vienen creciendo más del 10% anual durante décadas y superan actualmente los 4.000 millones de dólares anuales. Son numerosos los productos exitosos recientes: palta (aguacates), uvas, arándanos, espárragos y mangos son los más importantes. En todos ellos, Perú está entre los cinco exportadores más grandes del mundo.
En opinión de los representantes gremiales del sector agropecuario, lo que Colombia necesita es, sobre todo, que se abarate el empleo rural, se flexibilice su contratación y se otorguen subsidios tipo CERT a las exportaciones agrícolas. Puesto que la tasa de cambio real ha aumentado más de 10% desde 2015 y las exportaciones no han reaccionado, no es obvio que el problema sean sencillamente los costos laborales. Y puesto que la informalidad en el campo es la norma, tampoco es claro que las rigideces o sobrecostos laborales sean el problema fundamental. Menos aún puede argumentarse a favor de los subsidios, ya que el gasto público destinado al campo se dedica casi exclusivamente a darle ayudas directas a los productores, y muy poco a proveer los bienes públicos que necesita el sector.
Hace unos meses, cuando expuse estos argumentos en reuniones de trabajo convocadas por el Consejo Privado de Competitividad, los representantes del sector agrícola sugirieron que, aún así, el éxito de las exportaciones peruanas ha sido producto de políticas como las solicitadas por ellos. Me quedó la duda.
Hasta hace unos días, cuando tuve la suerte de toparme con un interesante artículo sobre el éxito de las exportaciones agrícolas de Perú, de Charles Sabel, profesor de derecho y ciencias sociales de la Universidad de Columbia. El profesor Sabel tiene una metodología de investigación que él mismo denomina como “economía caminando”, que consiste en hablar con los actores clave en la cadena del negocio, en este caso los pequeños productores, los exportadores y los supermercados. Este es un método insólito para los economistas, que creemos saber más que quienes están en el negocio. Pero es un método que funciona mejor que cualquier otro si uno tiene la formación y experiencia del profesor Sabel.
Pues bien, ¿qué descubrió? Primero que todo, es cierto que el éxito exportador no habría ocurrido sin los grandes proyectos de irrigación (en especial, Chavimochic I and II), que aumentaron la oferta de tierras arables, o sin los acuerdos de comercio internacional, que ampliaron los mercados potenciales. También fue importante el fortalecimiento de SENASA, la autoridad fitosanitaria, para que los productos pudieran cumplir con las exigencias regulatorias de los países compradores. Y es factible incluso que haya ayudado la Ley de Promoción Agraria del 2000, que autorizó la contratación laboral por períodos cortos. Pero dado todo eso, la explicación fundamental de los casos de éxito, según Sabel, fue lo que en Colombia llamaríamos la capacidad asociativa de los pequeños productores. Vale la pena entender la razón.
La calidad es el nombre del juego cuando se trata de exportaciones agrícolas en los nuevos mercados de los países desarrollados. La calidad implica estandarización y control riguroso de muchas dimensiones del producto, desde la forma y el tamaño, hasta el estado de maduración, el color, la resistencia, el sabor y el empaque, e incluyendo por supuesto el cumplimiento de entregas demasiado grandes para casi cualquier productor individual. Superar esa enorme barrera de requisitos de calidad implica un esfuerzo difícil y riesgoso que nadie aisladamente puede siquiera intentar. Se requiere que un grupo de potenciales productores, incentivados por un eventual comprador con el conocimiento del negocio, decidan cooperar para bajar los costos que le representaría a cada uno por separado adquirir las nuevas capacidades y hagan rentable el negocio para el comprador. Para que esto ocurra es esencial que haya confianza entre los potenciales miembros de ese grupo, de forma que todos estén dispuestos a subordinar sus intereses individuales para comprometerse con el objetivo del grupo. Y luego deben trabajar juntos y durante mucho tiempo aprendiendo, corrigiendo errores, mejorando cada detalle, ganando eficiencia poco a poco. Es decir, desarrollando juntos las capacidades productivas necesarias para alcanzar los estándares de calidad establecidos por los compradores (posiblemente, hasta ser certificados por una organización internacional).
La confianza: ese es el ingrediente más escaso en el campo colombiano. Perú y Colombia comparten un pasado de colonialismo extractivo y una cultura de terratenientes rentistas, cosas poco conducentes a la confianza. Pero las comunidades campesinas y de pequeños productores en Perú no fueron diezmadas, como ha ocurrido en Colombia, por las guerrillas y paramilitares de las más diversas guisas, imponiendo comportamientos dirigidos expresamente a evitar la cooperación y a socavar la solidaridad. Este vacío de confianza difícilmente será corregido a base de reformas laborales orientadas a abaratar el empleo rural y a flexibilizar la contratación, menos aún a punta de subsidios a los exportadores. Los problemas del campo son mucho más profundos. Las agremiaciones de productores locales podrían hacer mucho más que los gremios nacionales, que están muy distantes de los productores y tienen como principal objetivo el cabildeo.
También es posible, como me lo ha hecho notar un amigo peruano, que las exportaciones peruanas se estén beneficiando de la buena reputación de la comida peruana. Colombia llegó a tener un nombre asociado a la excelencia de su café, que podría haber beneficiado a otras exportaciones. Pero no ocurrió así; el café colombiano ya no goza de ese prestigio. Me pregunto si eso fue también resultado del comportamiento rentista y poco innovador del gremio.