Hace unas semanas, Eugenio Tironi les recomendó a las empresas chilenas “hacerse ver” e ir en búsqueda de objetivos trascendentes: cultivar valores y cuidar de la sociedad, haciendo eco de una profunda discusión que se ha suscitado en el extranjero entre un capitalismo de accionistas y un capitalismo con múltiples stakeholders o intereses. Según Tironi, para recuperar algo de la adhesión de la población, se necesitaría —me permito exagerar para hacer el punto— partir con un baño de encíclicas papales y luego recostarse en el diván de un psiquiatra.
Otro columnista de la plaza —Jorge Quiroz— desenfundó su pluma y contradijo al sociólogo: a las empresas las mueve el lucro, y el resto es cuento. Los individuos pueden necesitar religiones o divanes, pero las organizaciones en sí no presentan dilemas éticos. Incluso, haciendo gala de un concepto de psiquiatría —que tan de moda se ha vuelto entre los que profesan la ciencia oculta del columnismo— asimiló el afán de lucro a la libido empresarial, sin llegar a explicar —lo cual se agradece— tal conexión.
El 2019 se dio una discusión similar en este medio, a propósito de la idea lanzada en 1970 por Milton Friedman, padre de los Chicago Boys, en una famosa y comentada columna en el New York Times Magazine, de que la única responsabilidad de las empresas sería incrementar las ganancias de sus accionistas, cumpliendo con las reglas del juego, esto es, las leyes y las costumbres éticas de la sociedad.
Greg Smith, un exempleado de un gigantesco banco de inversiones internacional, publicó años atrás una columna en el New York Times, que produjo un altercado similar, pero centrado en posibles conflictos de interés con sus clientes, algo de suyo delicado. Smith planteó que cuando comenzó a trabajar en el banco, hace 12 años, había una preocupación en dar los mejores consejos a los clientes, aunque implicara menores ingresos al banco y una cultura de trabajo de equipo y de integridad.
Años después eso fue cambiando, y para Smith, el banco solo quería ganar plata, aunque fuese a costa de sus clientes, quienes eran considerados internamente en forma coloquial como “muppets”, por su facilidad para ser manipulados. También se hablaba de “cacería de elefantes” cuando había un negocio bueno para el banco y malo para los clientes. Para rematar, según el exempleado, el bono anual —cual talismán— era lo único importante para sus ejecutivos.
El mismo día en que salió publicada esa columna, Bloomberg lanzó una dura editorial, aclarando que el banco en cuestión desarrollaba un importante rol en la economía y que era evidente que no era una organización de caridad ni tampoco —como sugería Smith— una fundación para traer paz y felicidad al mundo.
La economía de mercado —esa forma de organización compleja y fácil de criticar, pero muy superior a sus alternativas (así como ocurre con la democracia)— se basa en la fuerza y energía que despliegan las empresas privadas, bajo un contexto de libertad económica y competencia. Además, el capitalismo en Chile es reciente y dinámico —las grandes familias empresarias son relativamente nuevas, en su mayoría en su segunda generación— y eso puede trasuntar una cierta impulsividad e inexperiencia en las lides del poder.
Por cierto, las empresas requieren de legitimidad y esa legitimidad debiera darse naturalmente por el precio, calidad e innovación de sus productos o servicios. Además, sería esperable que exista —para asegurar la sustentabilidad de la empresa en el largo plazo— una sintonía con las inquietudes y tendencias de la sociedad, de manera que el discurso incorpore algo de Word en su relato y no solo la aridez del Excel del último trimestre.
Sin embargo, las empresas deben primordialmente concentrarse en sus propias utilidades de largo plazo y no aspirar a ser queridas y respetadas por actividades accesorias. No son —y creo que nadie sensato espera que lo sean— ni ONGs ni fundaciones.
Los gastos en actividades accesorias, que vayan en beneficio de intereses distintos al accionista —como mejorar sobre el mercado a un grupo determinado de trabajadores, tener un estándar ambiental superior al exigido, entregar regalías a ciertas comunas o dar donaciones a determinados proyectos—, aunque pueden ser en sí deseables y valiosos, acarrean nuevos desafíos para las empresas.
¿Serán los ejecutivos quienes podrán determinar cuáles serán esos gastos, y si es así, bajo qué criterios? ¿Qué ocurre si hay varios accionistas distintos en una empresa y tienen diversas miradas al respecto? ¿No se podrían crear capturas respecto al tipo de gastos que se quiere hacer o sus beneficiarios? Por último, ¿no sería más sano y transparente que cada individuo, como algo distinto a la empresa, decida la filantropía que quiera financiar a su entero gusto y sin necesidad de componenda alguna?
En todo caso, la mirada restrictiva de la responsabilidad de la empresa no debiera implicar un “chipe libre” y por eso se requiere resaltar la condición basal de la doctrina de Friedman que a veces se omite u olvida. Las empresas deben ser diligentes en cumplir con los estándares de la sociedad, en temas tan diversos como el medio ambiente, libre competencia, consumidores, derechos de los trabajadores, financiamiento de la política, fraudes, pago de impuestos, transparencia, conflictos de interés, etc., ya sea que provengan de normas legales o de exigencias éticas suficientemente asentadas. Esa exigencia de cumplimiento debiera aumentar según la intensidad del poder que ostente la empresa.
El tema no se cierra acá. Más de alguno podría corregir a Friedman por su exceso de optimismo respecto al rol contenedor de las leyes y la ética. ¿No son las leyes y la ética imperfectas por definición o más bien un mínimo exigible? ¿Qué pasa si las empresas se benefician de tales imperfecciones? ¿No debieran las empresas adoptar una posición de bien común para asegurar su reputación y viabilidad? ¿Es efectivo eso de que las empresas se ven obligadas a internalizar todas y cada una de sus externalidades o es algo que más bien existe en la mente de un académico? ¿No se dice que los contratos son por esencia incompletos y esa incompletitud es normalmente aprovechada por la parte poderosa? Y aunque podríamos seguir, termino con esta: ¿Es el Estado chileno suficientemente vigilante y preparado para revisar temas empresariales complejos?