El último artículo transitorio de la Ley de Educación Superior estableció que, contados tres años desde su publicación (ocurrida el 29 de mayo de 2018), la Subsecretaría de Educación Superior debía presentar una propuesta de actualización de la estructura de títulos y grados de la educación superior chilena. El tiempo transcurre y un asunto tan relevante no parece generar mayor atención. Es una lástima, porque dicho marco deja mucho que desear.
Entre otros aspectos confusos, está el entendimiento de que las instituciones de educación superior habilitan para el ejercicio de profesiones y oficios, algo que no es habitual en la experiencia comparada. Pero, claro, tampoco está definitivamente declarado en la ley chilena. En efecto, el artículo 54 de la Ley General de Educación se refiere al título profesional que se le otorga a un egresado como “un programa de estudios cuyo nivel y contenido le confieren una formación general y científica necesaria para un adecuado desarrollo profesional”. Es una definición curiosa, pero sobre todo no tiene la aspiración de que ese título sea habilitante.
En otras latitudes, excluyendo América Latina, la habilitación o certificación profesional está claramente separada y, por tanto, sus instituciones de educación superior no enfrentan esta tensión. Por cierto, sí están interesadas en el cultivo de aquellas habilidades que posibilitan ese adecuado desarrollo profesional. Hay, indudablemente, una superposición, pero en el mundo de cambios vertiginosos que estamos viviendo, la especialización propia de la habilitación pierde fuerza, si alguna vez la tuvo, en la formación inicial. Sin embargo, esta sigue siendo muy “profesionalizante” en nuestro país (sin duda, algunas disciplinas específicas pueden necesitar de este sello, pero cada vez son menos). ¿Estará esa aproximación a la base de los malos desempeños que exhiben nuestros profesionales en pruebas internacionales de habilidades de procesamiento de información (OCDE, “Skills Matter”), incluso por debajo de los exhibidos por personas con educación secundaria en la mayoría de los países que admiramos?
Hace algunos años, un estudio de la Asociación de Colleges y Universidades estadounidenses reveló que más del 75 por ciento de los empleadores consultados esperaban que los graduados de sus instituciones tuvieran desarrolladas cinco habilidades principales: pensamiento crítico, resolución de problemas complejos, comunicación oral y escrita, y capacidad de aplicar conocimiento en el mundo real. Son muchos los estudios que muestran las mismas tendencias en Europa y en el propio Estados Unidos. En América Latina los estudios son menos sistemáticos, pero también comienza a aparecer evidencia de que los empleadores de la región estarían demandando relativamente más tres grandes grupos de habilidades: resolución de problemas complejos; de proceso, particularmente pensamiento crítico, y habilidades sociales, sobre todo de coordinación con otros, y negociación y persuasión (Ana Inés Basco y colaboradores, “América Latina en movimiento”). No es evidente que estas habilidades se puedan desarrollar en plenitud con una formación inicial muy especializada.
Un cambio en la estructura de títulos y grados, a propósito de esta realidad, facilitaría un proceso de innovación en dicha formación. Ahora eso no significa que, si se opta por un modelo parecido al de otras latitudes, todos los egresados tengan que habilitarse posteriormente. Por ejemplo, en Estados Unidos menos de un cuarto de los graduados de ingeniería se certifica. Hay en Chile, por lo demás, ámbitos donde existen las habilitaciones, aunque con dispares resultados. Una reforma de esta naturaleza sería aún más provechosa si va acompañada de la supresión de disposiciones que regulan la contratación en el sector público como, por ejemplo, aquellas que exigen un título profesional de una carrera con un número mínimo de semestres de duración.
No se agotan en estas dimensiones las reflexiones necesarias sobre la estructura de títulos y grados. Una parte de esta parece estar más bien al servicio de establecer distinciones entre las instituciones de educación superior, definiendo ámbitos que le serían propios a cada una de ellas. No parece razonable esa forma de organizar dicha estructura y tampoco el sistema de educación superior. No son evidentes los beneficios, pero los costos saltan a la vista. Por ejemplo, impide una mayor articulación en el desarrollo formativo de las personas. La movilidad entre instituciones, en particular, se debilita. Pero al mismo tiempo rigidiza los grados que puede entregar cada institución, empobreciendo el alcance que estas podrían darles a sus planes de estudio. Hay, por supuesto, otros asuntos relevantes. Son tiempos complejos para estas deliberaciones, pero los plazos corren.