El debate sobre el presupuesto siempre es álgido. Después de todo, repartir los fondos públicos entre necesidades como educación, salud, infraestructura o seguridad, es siempre una tarea ingrata. Casi por definición, nadie queda contento. En años previos fueron salud y cultura. En esta ocasión, la tensión está en educación superior. Lo cierto es que la situación financiera de las universidades adscritas a gratuidad se ha enredado sustancialmente en los últimos años. La recesión simplemente ha puesto el broche de oro a una realidad que se arrastra hace un tiempo.
Curiosamente, esto se produce en un contexto donde el gasto público en educación superior ha subido de forma importante en los últimos años. De acuerdo con la Dirección de Presupuestos, entre 2019, último año del que se tiene información, y 2015, el gasto nominal en educación subió un 44%, y en educación superior lo hizo en 84%. En el mismo período, el gasto público total aumentó un 30%, mientras que salud creció un 46%, y en protección de adultos mayores, un 23%.
¿Cómo es posible que un aumento del gasto de 84% tenga a las instituciones de educación superior complicadas? La gratuidad distribuye los fondos públicos en cientos de miles de alumnos, y las transferencias por alumno simplemente no alcanzan a cubrir los aumentos de costos. Este problema se ve agudizado ya que no se distingue entre docencia e investigación, por lo que la fijación de miles (sí, ¡miles!) de aranceles de gratuidad por parte del ministerio hace imposible reflejar adecuadamente la realidad de cada institución. Finalmente, todo indica que el gasto privado en educación superior se ha contraído de manera importante. De acuerdo a la OCDE, Chile es el país donde el aporte de los privados a la educación en sus distintos niveles cayó más entre 2012 y 2017 (último dato disponible).
Estos problemas no serían importantes si las platas públicas fueran ilimitadas, o si no existieran otras necesidades o grupos de interés reclamando su porción. Pero ese mundo no existe. Hacia adelante, el gasto público deberá ajustarse a la nueva realidad del país, y la presión en otros programas sociales —como pensiones— crecerá. Poco a poco, los presupuestos universitarios se verán más apretados y, silenciosamente, la calidad de la docencia y la investigación corren un serio riesgo de retroceder.
Nada de esto es muy sorpresivo. La gratuidad pudo haber perseguido objetivos nobles, pero su diseño voluntarioso está llevando a muchas instituciones a un callejón sin salida. No vaya a ser que tropecemos con la misma piedra, y que una letanía de derechos sociales reclamables ante la justicia en la Constitución nos meta en un callejón parecido.