La vertiginosa digitalización de nuestras vidas no ha dejado industrias ni mercados intactos. Enhorabuena. Sin embargo, esta nueva baraja de cartas puede conllevar ciertos efectos perniciosos. Entre los mercados afectados, los medios de prensa -y, en especial, de prensa escrita- parecen ser uno de los más desafiados por la revolución tecnológica. Además de tener que incorporar al formato digital y de disputar los espacios de atención de una audiencia obsesa por las imágenes que vomitan sus smartphones, los avisadores -su histórica fuente de financiamiento- están prefiriendo a las grandes plataformas.
Google/YouTube/Android y Facebook/Instagram/WhatsApp, cual modernos Goliats, han logrado combinar sus productos estelares -motor de búsqueda y redes sociales-, complejos algoritmos y datos precisos de cada uno de sus usuarios (como si nos conocieran de toda la vida), para generar sinergias y ofrecer servicios de publicidad “personalizada” para cada potencial cliente, algo que parece sacado de una novela de ciencia ficción. O de terror, para algunos.
Estas empresas ofrecen a los consumidores noticias -tomadas, en buena medida, de los propios medios- ajustada a sus gustos e intereses, cual traje a la medida, al que se puede acceder gratuita e instantáneamente, desde la comodidad de nuestros dispositivos tecnológicos. Un menú a la carta, en donde el chef incluso sabe -o presume saber- lo que vamos a pedir a futuro. La gratuidad, sin embargo, es aparente. Pagamos el servicio con nuestra información, que le permite a las plataformas procesar nuestro perfil e intereses, para luego bombardearnos con publicidad ad hoc. Esa selección -que inevitablemente puede incluir fake news-, a su vez, produce una “burbuja informativa”, que alimenta una ignorancia feroz sobre temas que uno esperaría fuesen mínimamente conocidos por los ciudadanos, pero que quedan fuera del radar del algoritmo personalizado.
En este ambiente, muchos medios de prensa -en especial provinciales- arriesgan caer en la zozobra. Algunos han logrado generar estrategias de adaptación con ingresos directos de sus audiencias, ya sea a través de suscripciones o donaciones, digitalizando sus contenidos. Otros buscan “likes” para captar publicidad por click, aunque el valor de los anuncios en internet sea inferior al del soporte impreso y, además, una porción relevante de esa inversión termine finalmente en manos de Google y Facebook.
El problema es que los medios -que incorporan periodismo informativo general e independiente- no son solo un sector más de la economía. Tienen una importancia capital en las democracias, como agentes del “mercado de ideas” y del control del poder, confrontando hechos verificados y opiniones ante la sociedad civil. Por cierto, el desafío no es volver en el tiempo ni fomentar negocios obsoletos -aquí no cabe vuelta atrás y los nostálgicos tendrán que buscar el olor del papel en otros objetos-, sino buscar alternativas regulatorias que compatibilicen libertad de expresión, pluralismo, libre competencia y los beneficios de la digitalización.
Desde la política de competencia, diversas agencias en países desarrollados se han esmerado por entender las tendencias contemporáneas en este mercado y han llamado la atención sobre el fenómeno de concentración que vive el avisaje digital y la asimetría y opacidad en la relación entre los medios periodísticos y las grandes plataformas.
El año pasado Australia y este año el Reino Unido publicaron sendos informes con diagnósticos y medidas a implementar, tales como la gestación de códigos de conductas o medidas que corrijan las asimetrías y la creación de unidades especializadas en economía digital dentro del aparato público.
Hace unos días se dio a conocer el informe antimonopólico del Congreso de Estados Unidos sobre Big Tech, respaldado por los representantes del Partido Demócrata, que luego de una investigación de más de un año, reafirma el diagnóstico australiano y británico.
Plataformas como Google y Facebook han logrado expandir su poder e influenciar la distribución y monetarización de noticias online, generando un campo de juego desigual, en donde los medios tradicionales, aunque se digitalicen, pasan a ser meros espectadores o, peor aún, proveedores de contenido de las plataformas, que no pagan ese contenido. Los congresistas proponen profundas medidas para emparejar la cancha, con legislación que permita una negociación entre medios y plataformas, e incluso nuevas herramientas legales para separar estructuralmente los distintos segmentos donde operan las plataformas.
Mientras los foros de expertos en el mundo se congregan para discutir las posibles propuestas que hay sobre la mesa -al tiempo que Google y Facebook están siendo investigadas por las autoridades de competencia de Estados Unidos-, nuestro país no debiera restarse ni tomar palco. Como hemos señalado en otras ocasiones, dada la relevancia de la digitalización y del mercado de los medios de comunicación, es necesario contar con un diagnóstico acertado, basado en hechos y cifras, sobre lo que está pasando en Chile, y tener a la mano un arqueo -aunque sean líneas gruesas- de las distintas alternativas que puedan ponderar los intereses de política pública comprometidos, con recomendaciones apropiadas para nuestra jurisdicción. Ese informe nos debiera permitir acoplarnos, eficaz y eficientemente, a las soluciones globales que surjan de las agencias que tengan la musculatura suficiente para enfrentar, con cierto éxito, a estos Goliats.