El miércoles pasado, un grupo de 16 economistas, con visiones políticas muy diferentes, logramos algo que parecía imposible: elaboramos una propuesta común y comprehensiva para enfrentar la crisis sanitaria. Lo extraordinario es que prácticamente todos los aspectos del programa fueron acordados por unanimidad. Cuando, hace dos semanas, el ministro Ignacio Briones citó al grupo, indicó que era muy posible que la comisión terminara redactando dos informes, uno de mayoría y otro de minoría. Pero no fue así. Después de negociar durante 10 días, el grupo convergió en un programa que es, en lo fundamental, casi igual a la propuesta original de «los seis» convocados por el Colegio Médico.
La idea es autorizar al Ejecutivo para gastar hasta 12 mil millones de dólares -cifra muy superior a la planteada por el gobierno unos días antes- para paliar los efectos de la pandemia. El Fondo Covid sería extrapresupuestario y tendría una duración de 24 meses. Si al final del periodo no se han gastado todos los recursos, el remanente volvería al Fondo de Estabilización Económica y Social (FEES).
La propuesta es integral. En un mismo paquete se da un envoltorio fiscal y se establecen políticas para ayudas de emergencia y reactivación económica. En una primera etapa los recursos se destinarían a ayudar a las familias vulnerables que no pueden salir a trabajar por las restricciones de la emergencia; posteriormente, el énfasis se pone en programas de recuperación, de empleo y de inversión. Se propone ampliar la cobertura del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) hasta aquellos hogares que pertenezcan al 80% de mayor vulnerabilidad socioeconómica. Para una familia de cuatro personas, el IFE estaría entre 320 mil y 360 mil pesos mensuales, cifra sustancialmente mayor a la actual. En la etapa de recuperación se entregarían créditos a las empresas para volver a operar a niveles normales, subsidios a la creación de empleo, y se fomentaría la inversión pública y privada.
En suma, se trata de un programa flexible y transitorio, que provee fondos suficientes y que, al mismo tiempo, cautela la sostenibilidad fiscal de largo plazo. La deuda pública se estabilizaría en torno al 45% del PIB, cifra que nos mantendría entre los países más solventes del mundo.
En el mundo político el documento tuvo una recepción mixta. Mientras algunos miembros del Congreso lo recibieron con entusiasmo, otros lo hicieron con escepticismo. Algunos parlamentarios se alarmaron por lo que consideran una intromisión inadmisible por parte de tecnócratas que nunca se han sometido al doloroso escrutinio de las urnas. Pero quizás la mayor fuente de aprensión radica en la idea de autorizar al gobierno a gastar grandes cantidades de dinero en forma flexible y con un cierto nivel de discrecionalidad.
Pero la historia de las democracias modernas está repleta de casos en los que, ante situaciones de emergencia, el Poder Legislativo le entrega al Ejecutivo autorizaciones amplias, con opciones diversas sobre políticas públicas.
Uno de los casos más notables proviene de la Gran Depresión, una de las peores crisis en la historia de la humanidad. En abril del 1933, el Presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, quien había llegado a la Casa Blanca tan solo un mes antes, enfrentaba una situación al borde del colapso. Durante más de tres años el desempleo había superado el 30%, el producto nacional había caído a la mitad y la deflación se había generalizado. Para poder llevar a cabo su novedoso plan económico -plan conocido como el New Deal– Roosevelt le solicitó al Parlamento poderes extraordinarios, pero acotados. Estos fueron entregados el 12 de mayo de 1933, por medio de la llamada Enmienda Thomas. Esta legislación le daba al Presidente la autoridad para implementar, a su completa discreción, tres políticas económicas que hasta ese momento eran consideradas sacrílegas. La primera era devaluar el dólar, en relación al oro, por hasta 50%. La segunda era permitir que la Reserva Federal emitiera hasta tres billones de dólares respaldados por Bonos del Tesoro. Y la tercera era emitir hasta 100 millones de dólares respaldados por plata, en vez de oro. Esta enmienda resultó clave para sacar a los EE.UU. -y por su intermedio al mundo- de la Gran Depresión. En particular, la devaluación del dólar en 41% generó una explosión de exportaciones y de nuevas actividades. Esto se tradujo en la creación de millones de nuevos empleos y ayudó a ponerle término a la deflación.
Lo más interesante es que la Enmienda Thomas era parte de un plan integral que incluía aspectos claves de la New Deal. Además, establecía cotas a la acción de gobierno. Dentro de ciertos parámetros, el Ejecutivo podía actuar libremente. En esto se asemeja al plan de los 16 economistas para el Chile actual.
El viernes, un grupo de partidos de oposición -DC, PPD, PS, PR, PL, RD- entregó un documento titulado «Lo urgente es lo primero». El escrito plantea que la respuesta a la pandemia debe legislarse de «a pedacitos». Primero el ingreso de emergencia, luego el marco fiscal y más adelante lo referente a la reactivación.
Esta es una mala idea.
Como se dijo, uno de los grandes méritos de la propuesta de «los 16» es que, al igual que la Enmienda Thomas en EE.UU. el año 1933, es un plan comprehensivo e integral, un programa donde las distintas partes están cuidadosamente integradas, una estrategia donde el todo es mucho más que la suma de las partes. Por el bien del país, por el futuro de la República, lo altamente recomendable es que nuestros políticos sigan negociando sobre las bases técnicas de la propuesta de «los 16». No hacerlo es un acto de irresponsabilidad, que puede terminar en tragedia.