Las grandes conmociones sociales, aquellas que cambian la historia, han estado usualmente asociadas a crisis fiscales. Estas pueden ser “de flujos” o “de balance”. Son de flujos cuando el déficit y deuda pública han alcanzado niveles tales que el crédito del gobierno desaparece. Son de balance cuando habiendo un aparente orden fiscal, súbitamente emergen demandas de las que el Estado debe hacerse cargo en breve plazo, y que la conmoción social pone de relieve.
Las crisis de flujos son de fácil solución: hay que llamar al FMI. El subsecuente ajuste fiscal usualmente causa una conmoción social. Las crisis de balance, en cambio, son infinitamente más complejas. Acostumbrada a la normalidad, la crisis toma por sorpresa a la tecnocracia; surge parálisis por análisis, luego el zigzag, para finalmente perder toda iniciativa.
En Chile se ha iniciado una crisis de balance. La deuda pública neta —activos financieros menos pasivos financieros del sector público—, que alcanza a 5,7% del PIB, está dentro de las diez más bajas del mundo. Pero el desorden civil ha puesto de manifiesto “deudas sociales” no reflejadas en la contabilidad pública. Si Chile fuera una empresa, diríamos que había pasivos “fuera de balance” que recién venimos conociendo. El mercado ya acusó recibo: caída de acciones, devaluación del peso y alza de los intereses.
Las demandas provienen de la clase media, ese 80% de Chile que vive en el gran entrepiso social que va desde el segundo hasta el noveno decil de ingresos. Sin embargo, un grupo violentista, con enorme inteligencia de redes e instinto de oportunidad, buscó primero cobija en el descontento, escalando la violencia y vandalismo, para luego asumir una suerte de liderazgo: se hace llamar “la primera línea”. Tiene lógica militar; pasada la fase masiva, ha entrado ahora en una fase selectiva, inequívocamente criminal, con particular dureza contra Carabineros de Chile, nuestra “primera línea”. La clase media parece tener sentimientos divididos; si bien no pocos reclaman orden, aparentemente otros tantos piensan que la conmoción es necesaria para que se les escuche. De esa ambigüedad surge la vacilación para restaurar el orden público, porque aún el uso de la fuerza requiere una sanción social positiva. Por ello, hay que abordar la demanda social de modo contundente, aquí y ahora, para aislar a los elementos violentos, volver a legitimar el monopolio de fuerza por parte del Estado y restaurar el orden público.
Como nuestra crisis es de balance, toca cambiar la deuda social que se aceleró por deuda financiera, que, a diferencia de la social, está dispuesta a un programa de pagos de largo plazo. Es un error intentar “reprogramar” la deuda social y pagarla en gotas, porque la exigencia es ahora, no mañana. En suma, hay que abrirse a elevar la deuda pública sobre PIB a otro nivel.
Así financió Alemania la reunificación, reconociendo rápidamente que enfrentaba un pasivo fuera de balance, y tomando la decisión plenamente consciente de que tenía que aumentar la deuda pública para acometer el desafío. Al cabo de una década, convergió a un nuevo nivel de equilibrio: la deuda pública neta pasó de 19,2% en 1991 a 31,0% en 2000, nivel en que se estabilizó.
Pero aquí aún no vemos que el problema es de balance; nos seguimos concentrando en los flujos y su corolario, la “focalización” del gasto.
Ejemplo: El ministro de Hacienda tuiteó: “Todos los pensionados menores de 75 años recibirán un aumento de pensión de un 25% en enero del año 2020…”. Pero no “todos” van a recibir un 25%, porque hay que ser elegible del “Pilar Solidario” para ello. Y ni los elegibles, porque para entender lo que realmente se acordó hay que saber álgebra. Le ayudo: el aumento asciende a $22.040 para este segmento etario. Si usted está pensionado con $300.000, obtendrá solo un 7,3% de aumento, muy lejos del 25% que leyó en el Twitter. Sin comentarios.
Enfocarse en los flujos —el déficit— es un error de proporciones: como nunca se transferirá algo realmente significativo, se deberá ceder una y otra vez, hasta arruinar el balance, pudiendo haberlo ocupado racionalmente para asestar un golpe económico al desorden público. La “focalización” del gasto, por su parte, carece también de sentido, porque amén de ser cada vez más difícil de explicar —como el anterior ejemplo ilustra—, el descontento proviene de la gran clase media, y no solo de lo que los tecnócratas llaman los grupos más vulnerables.
El énfasis en flujos y focalización fue nuestro gran Plan A; duró treinta años y acompañó a la democracia en la gobernanza fiscal. Funcionó en tiempos normales. Pero los tiempos dejaron de ser normales. La democracia debe dejarlo ir, antes que él se lleve a la democracia. Vamos entonces al Plan B, que sigue la ruta alemana.
El Plan B en acción: Se aumenta en $100.000 la jubilación para todos los pensionados vía AFP o ISP, sin distinción alguna. Hoy, no mañana, y sin letra chica. La pensión básica solidaria sube de $110.000 a $165.000, hoy y no mañana y para todos. A lo que se puede agregar un punto más del PIB de gasto el próximo año, para paliar las secuelas de la destrucción.
¿Magia? En ningún caso. Lo que cierra la ecuación es un aumento, paulatino pero marginalmente decreciente, de la deuda fiscal neta sobre PIB durante una década. Con un crecimiento a largo plazo del 3,3% del PIB, al cabo de diez años la deuda pública neta de Chile sobre el PIB alcanzaría un estado estacionario en torno a un 21%, lo que nos dejaría todavía muy cómodamente dentro del 25% de países con menos deuda fiscal neta del mundo.
Prueben supuestos y hagan los números o, si lo prefieren, consulten los míos: “El Plan B”, en www.quirozyasociados.cl.
Pero el real desafío es político, no técnico. Necesitamos acuerdos vinculantes de amplio espectro, acaso un gobierno de unidad nacional. Tenemos que consensuar, ni más ni menos, a qué balance fiscal queremos converger, en cuánto tiempo, y qué mecanismos de autocontrol tendremos. Ello solo se compara con los macizos acuerdos de la transición.
Pero se puede. Ya lo hicimos una vez.