Las legítimas demandas de los chilenos por mejores condiciones de vida y por un futuro promisorio han estado semanas secuestradas por la violencia. Por eso, estos pocos días de mayor tranquilidad —después de aquel martes fatídico de barbarie e irresponsabilidad— nos devuelven el alma al cuerpo. El principal valor del acuerdo político es que por primera vez aparece una mayoría relevante —con deshonrosas excepciones— reconociendo que la violencia no es el camino.
La primera responsabilidad no la han tenido los vándalos, sino quienes silenciosamente los usan para sus oscuros intereses. Han sido largas semanas sin condena fuerte a la violencia, y en que muchas personas —desde políticos y periodistas, hasta profesores universitarios— implícitamente la han validado.
El tejido institucional ha demostrado ser más delgado de lo que pensábamos. Y sin reglas, al igual que los niños, perdemos el rumbo. Quizá eso explique cómo personas sensatas y bien intencionadas, casi sin darse cuenta, se han visto involucradas en un mar de contradicciones.
La anhelada paz es condición básica para devolver la esperanza a los chilenos. Pero no es suficiente. La pesadilla terminará cuando sus verdaderos anhelos sean canalizados, o por lo menos cuando el camino esté trazado. Y es aquí donde el tema constitucional es crítico. La discusión sobre una nueva Constitución puede tener un valor simbólico que justifique el acuerdo logrado, pero las preocupaciones manifestadas por las personas, desde hace muchos años, en materias como sueldos, empleos, seguridad, salud, educación y pensiones no pasan por la cuestión constitucional. Más bien, las políticas públicas se han deteriorado y grupos de interés —tanto privados como los enquistados en el aparato público— muchas veces son la piedra de tope para avanzar.
El sistema político, empujado por la violencia, ha entrado en el camino constitucional, que será largo, áspero y politizado. Bien encauzado y dimensionado, puede ser virtuoso. Mal encauzado y maximalista, una senda a la mediocridad. En cualquier caso, al poco andar quedará eclipsado por las dificultades económicas diarias de miles de personas, que todavía no asimilan el inmenso costo social que la violencia y la irresponsabilidad han generado.
Recién entonces se darán cuenta de lo sucedido. Y el síndrome de Estocolmo, aquel donde la persona secuestrada se muestra condescendiente con el secuestrador y sus ideas, dará paso a la sensatez de la inmensa mayoría, que por décadas ha privilegiado opciones moderadas y con futuro. El progreso de Chile no ha sido construido sobre pies de barro, y más temprano que tarde las promesas vacías quedarán al descubierto.