Las analogías históricas ayudan a pensar por semejanza y contraste. Por más que busco una analogía con lo vivido estas semanas, más inédito me parece.
Violencia ha habido mucha en la historia de Chile. Menos que en otras partes y más circunscrita que permanente. Pero se nos olvida que la mayoría de nuestros grandes conflictos políticos los hemos resuelto a través de la violencia. Las guerras de Independencia fueron precisamente eso, guerras, pero las nuestras fueron guerras civiles. En el régimen republicano tuvimos tres revoluciones: la del 51 y la del 59 fueron en contra de la concentración del poder en el gobierno y una dura lucha regional que finalmente Santiago aplastó. La del 91 —guerra civil más que revolución— enfrentó nuevamente al Poder Ejecutivo con el Congreso, en uno de los episodios más violentos imaginables. Vino el golpe del 24, que fue un conflicto entre un Estado cooptado por las élites frente a sectores medios que demandaban un Estado social. Luego viene el 73, que sintetiza todos los conflictos juntos: políticos, sociales, económicos, internacionales y de modelos de sociedad. El 73 no fue ni revolución ni guerra civil, sino el uso total de la fuerza contra los opositores. El único gran conflicto político que no cobró muertos por muchas pasiones que desatara fue el religioso.
El estallido social de estas semanas está muy lejos de estos patrones, pues no se asoma, ni de lejos, una revolución, una guerra civil, ni un golpe de Estado. Sin embargo, la violencia ha sido avasalladora para los tiempos que corren. La de muchos de los manifestantes, la de los saqueadores y la de las fuerzas policiales, que resulta especialmente condenable en democracia. El sentimiento de rabia, de frustración y de abuso ha sido gigantesco, porque finalmente el sistema se ha sostenido en una promesa fundante: que la retribución del esfuerzo personal junto al apoyo del Estado sería la calidad de vida y la seguridad. Para al menos dos generaciones esa relación tuvo sentido hasta que en algún punto, hace quizás una década, la promesa pareció un fraude.
Si nuestros conflictos históricos han sido políticos, ideológicos, de clase en varios momentos, hoy es contra toda forma de poder en que se perciba que hay poco esfuerzo y mucho privilegio. Me pregunto entonces cuánta rabia ha habido en la historia de Chile. Sin duda, mucha, pero culturalmente distinta en el tiempo.
En la pobreza del pasado —aunque algunos sostienen que el tema hoy no es si Chile fue más pobre o rico en los últimos dos siglos—, la rabia se manifestó en los movimientos populares organizados. Posiblemente, en una gran mayoría reinó una desoladora desesperanza. Esa desesperanza en que no hay futuro distinto al pasado. La política imprimió en las mayorías esta idea de un futuro a construir. Por eso ella, de la mano de la educación pública, articuló en parte al país. Y ese fue el tejido social al que el sistema económico de Pinochet no le otorgó valor alguno, porque no creía en la cultura generada por la historia.
La democracia, específicamente los gobiernos de la Concertación, le dio un nuevo sentido a ese tejido histórico insertándolo en los nuevos contextos culturales e internacionales. Y fue exitosa. Luego se desvaneció.
Aventuro entonces que la rabia de hoy se distingue por la frustración del sentido de futuro que la democracia y la economía hicieron posible. Por lo mismo, la crisis de hoy es profundamente política, aunque no se articule en un proyecto a la antigua usanza. No hay dictaduras del proletariado ni fascismos ad portas. Sí hay conceptos distintos de democracia, Estado y mercado. Pero ya no basta con eso. La rabia, esta nueva rabia, no tiene domicilio político. El fascismo populista no ha sacado sus garras porque todavía son muy cortas, pero pueden crecer y dar un zarpazo.
Es en este contexto que reflota una nueva Constitución. Ninguna de las constituciones de la historia de Chile se promulgó en democracia, ni la de 1833, ni la de 1925, y menos la de 1980. Las tres son hijas de conflictos que se resolvieron por la fuerza. Sin embargo, cada una de ellas se legitimó democráticamente, en la práctica, a través de sucesivas reformas. Si hay una nueva, sería la primera formalmente promulgada en democracia. Ya no se podrán esconder bajo el pragmatismo los distintos y también opuestos conceptos que se tienen de ella. Pero, por analogía, no puede ser solo hija, sino guardiana de la democracia.
La historia es siempre incierta, pero habrá que preguntarse seriamente si además de la crítica, si además del cambio necesario, hay algo que defender de aquello que tenemos.