El ruido de la calle parece haber cerrado nuestros oídos en vez de abrirlos, y muchos corren a interpretar lo sucedido de acuerdo a su propia conveniencia. Las conclusiones rápidas y la autoflagelación algo frívola comprometen seriamente un buen análisis de los desafíos sociales que enfrentamos. Con ello, corremos el riesgo de profundizar
el problema en vez de superarlo.
Los avances en Chile en las últimas décadas son indesmentibles, y la negación de ello es una primera señal de ceguera. Pero ya desde la década del 2000 la capacidad de generar mayores oportunidades ha venido cayendo de manera gradual y silenciosa. Sin grandes aspavientos, el crecimiento ha perdido fuerza, y con ello, las oportunidades de desarrollo familiar y de progreso personal se han ralentizado.
El auge de las materias primas entre 2004 y 2014 fue un bálsamo que permitió al país volver a crecer a tasas importantes y rellenar su billetera. Así, las crecientes necesidades de la población, que quiere y exige más, fueron por un buen tiempo satisfechas con recursos públicos. Y cuando los ingresos provenientes del boom del cobre se estancaron, el gasto siguió creciendo de la mano de aumentos de impuestos y deuda pública.
Pero esta estrategia tiene límites, y la cruda vuelta a la realidad nos ha pillado con una economía que no está dando el ancho. Si el ingreso per cápita creció 3,6% promedio por año entre 2004 y 2013, desde 2014 lo ha hecho a 0,9% por año. Y el consumo por persona pasó de crecer al 5,2% por año entre 2004 y 2013, a un 1,5% desde entonces. Un verdadero caldo de cultivo para el descontento.
Las razones económicas pueden no ser la principal causa de lo que hemos visto, pero seguro son una parte muy importante. Y es aquí donde no debemos perder la vista. La frustración por ingresos que crecen poco y por sueños estancados puede aplacarse en el corto plazo con programas de gasto bien enfocados y generosos, pero con seguridad esto será solo una postergación si no se logran revitalizar el empleo y las oportunidades.
La economía transitará por meses —quizá trimestres— de debilidad, producto de las dificultades para normalizar la rutina diaria y el deterioro de las expectativas. Pero si este deterioro se perpetúa, y la economía se estanca con un crecimiento bajo por el próximo quinquenio, la frustración será inmensa.
Inmanejable.
El estallido de las últimas semanas era imprevisible, pero las consecuencias de una economía con anemia no lo son. El Gobierno y aquella parte democrática de la oposición deben hacer un esfuerzo descomunal por llegar a acuerdos responsables que logren sembrar la esperanza sin hipotecar el futuro. Si los liderazgos no están a la altura, nadie cosechará.