Dos imágenes de esta semana. La primera, en Apoquindo con Enrique Foster: un grupo de manifestantes de aspecto amenazador enfrentados a unos chalecos amarillos. Nada nuevo en apariencia, salvo que no eran ciudadanos que se defendían de los saqueos y la destrucción. Era gente que había asumido la lógica del bando contrario y directamente iba a pelear.
Los escuadrones comenzaron a provocarse. El combate iba a comenzar; de hecho, ya se acercaban el uno al otro cuando Carabineros se interpuso y evitó la contienda. Esos chilenos nacidos y criados en democracia habían decidido resolver sus diferencias a garrotazos. Renunciaron a la democracia y actuaban tal como se habría hecho en una calle de Santiago en 1972.
La segunda imagen proviene de un encuentro en un centro de estudios. Tres personas exponían sobre nuestra crisis y sus salidas: un liberal, un socialcristiano y una socialista. Para sorpresa mía, el acuerdo era de un 60% y las discrepancias no revestían mayor dramatismo.
Me podrán decir que ambas imágenes representan situaciones excepcionales, pues estas semanas no hemos visto encuentros armados entre civiles ni tampoco elevadas manifestaciones de amistad política. Es verdad, pero ellas podrían marcar el comienzo de historias muy distintas y constituyen dos salidas para Chile con finales muy diferentes.
Ante estas imágenes, resulta inevitable que la mente se vaya a La Moneda. No me gustaría llamarme Sebastián Piñera en estos momentos, donde probablemente la soledad que siente es tan grande como la magnitud de preguntas que ocupan su cabeza.
Pienso que, para él, la gran tentación en estas circunstancias consiste en seguir esas estrategias que le han resultado tan exitosas en su vida: nervios de acero, exasperar a la contraparte, esperar a que se agote y conceder el mínimo indispensable. En suma, la receta sería apostar al desgaste natural de las movilizaciones, al cansancio de la gente, a la reacción de esos chilenos que corren el riesgo de perder sus trabajos, al agobio de las pymes y a la llegada del verano, que son factores que le podrían prestar mayor sustento político.
Sin embargo, esta vieja estrategia tiene dos graves inconvenientes. Primero, ¿qué sucede si falla? Nos deja ante un escenario impredecible y sin la posibilidad de aplicar un Plan B para salir de la crisis.
En segundo lugar, esa actitud supone aplicar a la política una lógica más propia del mundo de las finanzas. La política no consiste en esperar el momento más propicio para comprar barato y vender caro. Ella exige actuar constantemente, tomar la iniciativa y reconocer que nunca se contará con toda la información disponible, porque parte de esa información consiste en las acciones que uno mismo realiza, que influyen en un cambio de la realidad. Por eso, medidas como un cambio de gabinete o unas propuestas sociales surten efectos muy distintos si se realizan en un momento determinado o seis meses antes.
Hay, sin embargo, un camino distinto al de utilizar nervios de acero, tomar algunas decisiones imprescindibles y esperar a que pase la tormenta. Pienso que vale la pena plantearse ese otro camino, aunque, como todo en política, no ofrezca garantías absolutas de éxito y, si funciona, el resultado no será particularmente excitante e incluso tendrá esa mediocridad que, según Tocqueville, es un rasgo típico de las democracias pero que, al menos, nos ahorra grandes tragedias.
El camino es el diálogo. Es verdad que los diversos actores políticos no han estado a la altura del momento, pero no se puede negar que en el país hay todavía un número de parlamentarios y otros políticos que, en el fondo, son gente sensata. Ellos se encuentran en casi todos los sectores, desde el Frente Amplio hasta la UDI. Esas personas se dan cuenta de que estamos ante una situación muy seria, porque lo que comenzó siendo una discusión sobre el modelo económico ha llegado a poner en cuestión las bases mínimas de la convivencia democrática.
La tarea de hoy es sentarse a conversar y estar dispuestos a conceder hasta que duela: por ambos lados, de corazón, sin tratar de sacar ventajas pequeñas, porque Chile está muy por encima de nuestros minúsculos apegos personales. La izquierda debe comprometerse con el restablecimiento del orden público con apego a la legalidad; abandonar la idea de una renuncia de Piñera y no pensar que el diálogo solo puede comenzar cuando se han aceptado sus precondiciones. Pero el Gobierno también deberá hacer sacrificios, y grandes. Conscientemente no detallaré cuáles deberían ser. Es probable que ninguna de las partes quede muy contenta con el resultado, pero eso sería una buena
señal.
En toda esta delicada situación, solo hay una cosa que parece clara: Sebastián Piñera pasará a la historia. La duda es cómo va a pasar. Su segunda presidencia no será la mejor de la historia de Chile, pero no sería poco si llega a ser recordado como el hombre que, a costa de grandes sacrificios, permitió recobrar las bases de nuestra convivencia democrática cuando se hallaban en serio peligro.
También podría ser recordado de una manera muy diferente, pero esa no sería una memoria de la que uno pueda sentirse orgulloso.