Hace unos días, el ministro de Economía, José Ramón Valente, declaró que no leía novelas. Según dijo, no tenía tiempo para ello; prefería leer ensayos y otras obras de no ficción.
Pocos minutos después de publicada la entrevista, Valente sufrió un linchamiento en las redes sociales. Fue acusado de troglodita, de inculto, de neoliberal codicioso, de insensible, de machista y de varios pecados más. De pronto, uno de los miembros menos conocidos del gabinete pasó a ser un personero cuyo nombre andaba de boca en boca.
El episodio puso en relieve algunas de las peores características de nosotros, los chilenos.
La primera es la hipocresía colectiva. Si cada crítico de Valente leyera tan solo 10 novelas por año, el mundo editorial chileno estaría boyante. Pero como todo el mundo sabe, no es así. Las editoriales sobreviven a duras penas. Incluso las multinacionales tienen dificultades para obtener utilidades magras. Y las editoriales independientes sobreviven solo gracias a los esfuerzos de sus fundadores, quienes habitualmente trabajan por sueldos ínfimos (o por nada).
También quedó al desnudo la cobardía de tantos participantes en las redes sociales. La gran mayoría de quienes atacaron al ministro lo hicieron escondidos bajo seudónimos en sus cuentas de Twitter; bajo nombres de fantasía. Sospecho que son los mismos matones y cobardes que le han hecho bullying al destacado columnista Óscar Contardo y a la historiadora Lucía Santa Cruz.
La tercera característica que salió a flote es el «buenismo autoritario» de tanta persona que se autodefine como progresista. Esa idea de que sus preferencias deben ser impuestas a los demás ya sea por medio de legislación o a través de sanciones sociales sustentadas desde la hipocresía y el anonimato. ¿Quiénes son ellas para indicarles a otros qué leer?
Y como si fuera poco, toda esta historia refleja el simplismo de quienes no distinguen entre distintos tipos de literatura. Porque resulta que hay ficciones buenas y ficciones malas. No es indiferente qué se lee. Tanto es así, que varios de los principales intelectuales chilenos han señalado que, debido al deterioro del género en nuestro país, hay que leer cada vez menos ficción. El celebrado libro de Alejandro Zambra, reseñado gloriosamente en la penúltima edición del New York Review of Books, lleva como título «No leer». Dice Zambra que entre leer mala literatura y no leer, es preferible lo segundo.
Habiendo dicho lo anterior, es interesante resaltar que la buena literatura -el énfasis aquí es en «buena»- sí es enormemente importante en una sociedad. Incluso, es esencial en los temas que le atañen directamente al ministro Valente, como son el crecimiento económico, la creatividad y la productividad.
La historiadora eminente Deirdre McCloskey publicó en los últimos años una trilogía fascinante donde investiga los orígenes históricos del gran auge económico que se da en Occidente a partir de la Revolución industrial. Dice McCloskey (quien fue mi profesor en la Universidad de Chicago) que el despegue capitalista -despegue que permitió aumentar el ingreso per cápita 30 veces, en poco más de 200 años, y le dio libertad a millones de personas- fue posible gracias a los valores que inculcó la novela inglesa del siglo XIX.
Según McCloskey, la novela inglesa -y especialmente las novelas de Jane Austen y sus seguidores- le dieron dignidad a los valores burgueses, valores que hasta ese momento habían sido despreciados por la aristocracia.
Vale decir, la revolución económica y social que ha beneficiado a los habitantes del mundo entero -incluyendo, en las últimas décadas, a China e India- tendría como origen un cambio cultural. Valores como la puntualidad, el ser hacendoso, el orden, el ser pulcro y trabajador, respetuoso y creativo, ahorrativo y cuidadoso, fueron reconocidos e impulsados a través de la literatura. La novela del siglo XIX también reivindicó la libertad y la originalidad como valores esenciales. Sin este cambio cultural, dice la McCloskey, los inventos del siglo XIX no hubieran sido más que curiosidades, meros juguetes para la aristocracia.
Esta teoría nos dice, entonces, que si en el siglo XIX todos hubieran pensado como el ministro Valente, el mundo sería hoy mucho peor en lo económico, político, y social.
Yo no sé si eso es correcto. Pero lo que sí sé es que aumentar fuertemente la productividad en Chile -tema en el que trabaja Valente día y noche- requerirá de un inmenso cambio cultural, de la aceptación de la dignidad y la libertad como valores básicos. Me temo que este cambio cultural no será fácil, pero vale la pena dar la pelea.