Recomiendo «21 lecciones para el siglo XXI», el nuevo libro de Yuval Harari («Sapiens» y «Homo Deus»). El texto aborda los desafíos presentes de las sociedades y tiene relevancia para toda nación que apueste por alcanzar el desarrollo en un futuro cercano. En Chile ojalá reciba la atención de moros y cristianos, pero en particular de su élite. Veamos por qué.
La tendencia de los resultados de la PSU preocupa. En 2004, la diferencia entre los establecimientos públicos y los privados era, en promedio, superior a 100 puntos. En 2017, luego de años de «esfuerzos», la brecha aumentó casi 20%. Algo similar ocurre al comparar privados y subvencionados. ¿Resultado esperado? Mayor segregación en educación superior. ¿Gratuidad es la solución? Terminemos con la ingenuidad.
¿Quizás los liceos emblemáticos compensen? Ya no. En 2004, el Instituto Nacional estaba entre los diez mejores colegios de Chile en PSU. Hoy casi no alcanza a llenar sus vacantes, sus profesores protestan luego de haber sido rociados con bencina (sí, leyó bien) y a duras penas tiene «excelencia académica». ¿Sesgo institutano? Tome otro ejemplo: El Liceo de Aplicación. No mucho tiempo atrás, sus alumnos eran reconocidos por su talento académico. Actualmente, el colegio «educa» a vándalos expertos en lanzar molotov. ¿Su ranking PSU? 579 y desplomándose. ¿Qué familia de esfuerzo creerá que desde allí su hijo subirá la escalera social? El desmantelamiento de los emblemáticos afectará la movilidad intergeneracional.
Pero no solo las tendencias en educación dan que hablar. El mercado laboral también trae novedades. Muchos crecimos con la idea de que un título de educación superior era sinónimo de futuro próspero. Sin embargo, desde el 2000 la brecha de ingresos entre los trabajadores con y sin cartón ha caído cerca de un 30%. Eso sí, para los trabajadores menores de 45 que crecieron en familias más educadas el efecto no se ha sentido tanto. ¿Padre y madre con título universitario? Su sueldo aumenta en casi 50% en promedio. Y es que cuando la educación es mala, el mercado laboral se cuelga de cualquier cosa para identificar talento, y la educación de los padres es una posible señal de este. Esto, junto al cambio tecnológico, debería aumentar las brechas salariales en función del origen.
La élite local tiene un inmenso desafío. Inesperadamente su ventaja se amplió: hoy enfrenta menos competencia en estudios y trabajo que hasta hace poco tiempo. Ante esto, podría mantenerse al margen y apostar por los beneficios del subdesarrollo. Tal comodidad sería, por supuesto, un error monumental. Como sugiere Harari, las revoluciones populistas que amenazarán el progreso en el nuevo siglo no serán en contra de una clase dirigente que abusa de las personas, sino en contra de una que cree no necesitarlas. De ahí que el desarrollo debe ser entendido como un esfuerzo colectivo, uno que no solo requiere sudor y competencia de muchos, sino también menor comodidad de algunos pocos.