El problema educacional chileno nada tiene que ver con el ministro Varela, o con el Tribunal Constitucional, o con el Artículo 63 de la Ley de Educación Superior.
Nuestra tragedia es que la calidad de nuestra educación es deplorable, y que durante los últimos 20 años (casi) nada serio se ha hecho al respecto. Ha habido mucho ruido y poquísimas nueces. Lo peor es que nada indica que las cosas vayan a cambiar. La creación de superintendencias, agencias y otras burocracias poco o nada ayudarán.
No formamos a ciudadanos ilustrados. Tampoco a técnicos eficientes, o profesionales que contribuyan a nuestro futuro económico y social. Graduamos a individuos semiletrados que a lo más repiten como papagayos lecciones añejas. La comprensión de lectura es bajísima y los conocimientos técnicos, mínimos, al punto que no está claro cómo enfrentaremos los desafíos de la cuarta revolución industrial y la invasión de las máquinas inteligentes.
Las furias y debates de los últimos años han sido una distracción estéril, una pantomima en la que los actores gesticulan con grandilocuencia, pero nada de fondo se ha logrado. Los esfuerzos por cambiar la calidad -pienso en Mario Waissbluth y su movimiento- siguen en los márgenes, sobreviviendo apenas, sin mayor pena ni gloria.
El problema educacional chileno solo se solucionará si hay un cambio cultural que reconozca que el debate ha estado mal dirigido y mal informado. Ha sido una discusión muy siglo 20, en el que se ha usado un lenguaje ambiguo e inadecuado; el énfasis ha sido economicista y ha ignorado los temas de contenidos, modalidades de enseñanza y currículos. Ha habido escasos esfuerzos por considerar la experiencia internacional -¿alguien recuerda el viaje a Finlandia de los parlamentarios?-, o por incorporar los avances tecnológicos de los últimos años. (Pregunta: ¿Cuántos colegios usan los celulares como herramienta educativa?).
Empecemos por los datos duros: los resultados de la última prueba PISA, entregados por la OCDE recientemente, confirman lo que ya sabíamos. Nuestros estudiantes de 15 años siguen muy por debajo del promedio de esa agrupación de países. Tenemos 447 puntos en ciencias, contra 493 para la OCDE. Los países a los que debiéramos aspirar parecernos nos superan con creces: Australia tiene 510 puntos, Nueva Zelandia 513 y Canadá 528. Más aún, ya no somos la jurisdicción latinoamericana con el mayor puntaje. La ciudad autónoma de Buenos Aires obtuvo 475, casi 30 puntos más que Chile.
Pero eso es solo el comienzo de las malas noticias. En Education GPS la OCDE da una lista de las categorías en las que Chile está entre los 10 mejores o 10 peores países que participaron en la PISA. Ninguno de los resultados es para sentirse orgulloso.
Nuestros niños y niñas son incapaces de trabajar en equipo para resolver problemas en forma colaborativa. En esta área estamos entre los peores de la muestra. Nótese la gravedad de lo anterior. Fallamos en dos de los principales requisitos del siglo 21: trabajar en equipo y resolver problemas.
Además, Chile está entre los países con menos años de educación preescolar. El número de horas de clases es uno de los más altos; nuestros estudiantes son los que más usan internet fuera del colegio, para recrearse. La razón de alumnos a profesores es una de las mayores. Y la diferencia de resultados entre niños y niñas en ciencias es una de las más altas de toda la muestra.
Más de alguien dirá que este horror refleja al promedio, y no a los mejores colegios. Pero no es así. Incluso los establecimientos de élite en Chile son malos. En ciencias, ningún niño o niña chilenos -repito, ninguno- llegó al nivel más elevado (Nivel 6), y tan solo un 1% alcanzó el Nivel 5. En contraste, otros países logaron ubicar a un número considerable de niños en estas categorías de excelencia: Canadá al 11%, Nueva Zelandia 11%, Australia 10%, Buenos Aires 2,7% (con varios estudiantes en el Nivel 6, al que no llega ninguno de los nuestros). Vale decir, los niños y niñas del Apoquindo, Tabancura, Cordillera, Villa María, Grange, Instituto Nacional, Verbo Divino y Carmela Carvajal, entre otros, no dan el ancho, y los padres parecen no saberlo o no importarles.
A pesar de los pobres resultados, las expectativas de los niños chilenos son enormes. Están entre los que mayores aspiraciones tienen en completar un grado universitario. Pero con colegios malos y universidades malas, el final es fácil de predecir: frustración, dolor y rabia.
Es necesario reformular la discusión y empezar de cero. Terminar con dogmas y clichés, dejar de lado las consignas, y usar el lenguaje en forma clara. Un buen primer paso sería reconocer que la educación es un “bien económico” y escaso, y que también puede ser un derecho social. Aunque los políticos del Frente Amplio no lo crean, estas dos ideas no son contradictorias.