Coloquialmente, cuando me preguntan en mi calidad de profesor de Economía sobre mi opinión de esta disciplina de estudio, suelo responder: “Ya me gustaría ser alumno hoy en día”. Mi respuesta no es una reacción ingrata ante la generosidad y profesionalismo de varios profesores que me enseñaron el pregrado hace unos veinte años. Al contrario, le doy un tono positivo: acepto y admiro el que, para aquellos jóvenes deseosos de conocer la ciencia económica, vislumbrar los problemas económicos actuales, pensar en lo que aún falta por hacer, y decidir a contribuir, estos tiempos parecen inmejorables. El economista peruano de hoy tiene a su disposición una vasta gama de herramientas que le ayuden a desarrollar sus capacidades, para el bien privado o para el público.
A pesar de ello, así como este es el mejor de los tiempos, es también quizás el peor (Dickens).
Economicismo. Materialismo práctico. Positivismo. Sobrecarga de información y de opciones. Superficialidad de las relaciones sociales. Individualismo. Exaltación de la figura personal propia (y exigencia con la figura ajena). Permisivismo ante la corrupción y la violación de pequeñas y grandes reglas de la vida en comunidad. Indiferencia política. Pérdida de la identidad nacional y del sentido de comunidad. Juicio temerario, en muchos ventilado masivamente. Intolerancia a la lentitud. Pérdida de la intimidad. Hartazgo.
Desde que en los años cincuenta algunos profesores de Economía de la Universidad de Chicago empezaron a utilizar la ciencia económica para explicar casi cualquier circunstancia de la vida humana (no solamente la vida económica), la profesión del economista ha ido tomando cada vez más amplitud, más vuelo. No sorprende, por tanto, que veamos hoy argumentos económicos (o economicistas) para casi todo. Hoy en día, las herramientas del economista parecen pues ser universalmente útiles para “asignar racionalmente los recursos escasos con miras a la maximización del bien privado o bien social”, como diría alguna definición rápida de economía.
El presidente del Perú, por ejemplo, es economista de profesión. Lo mismo el primer ministro. La profesión parece haber llegado a su cúspide en nuestro país. Parece.
Pero basta que el economista peruano dé una mirada más allá de nuestras fronteras nacionales para que descubra que hay todavía mucho, mucho por hacer. Por ejemplo, mis colegas residentes en Chile, luego de visitar el Perú por primera vez, me comentan: “Tan lindo que es el Perú, pero tiene tantas carencias…”, o frases por el estilo, siempre con cariño y sin querer ofender. Pero lo ven y lo dicen. Lo mismo se comprueba cuando el peruano visita Chile y descubre diferencias notables. Hay, claramente, mucho por hacer. Las herramientas del economista peruano –y del ciudadano peruano en general— parecen ser insuficientes.
Planteo solamente tres “herramientas”, que en realidad son algo más profundo llamado “virtudes humanas”, y que pueden ser adquiridas y desarrolladas por todo peruano, desde el Economista-en-Jefe hasta el niño que apenas tiene uso de razón. Son, por tanto, herramientas de libre acceso, bastante democráticas. Quizás se diga que el problema de estas herramientas es que no hay ninguna política pública, ninguna ley, que las promueva. Pero allí está lo interesante de su “precio sombra”: dependen del razonamiento y voluntad de cada uno.
Primero, prudencia. El diagnóstico de la naturaleza de un problema, que da paso al contraste de diversos criterios de decisión, para luego tomar acciones concretas al respecto, es el proceso virtuoso de la prudencia, enseñada formalmente en la cultura occidental desde Aristóteles (siglo 4 A.C.). Se puede aplicar a toda decisión económica y no económica. En muchos casos no ha sido usada bien, lo cual ha llevado a ineficiencia y destrucción de valor material y espiritual. Un ejemplo diario de la prudencia se da en el sector bancario: no por casualidad se le llama prudential regulation al manejo del riesgo que protege a los clientes del apetito por ganancias de los que toman decisiones con dinero ajeno. Los financistas “imprudentes” han ocasionado bastantes quiebras sistémicas en países ricos y pobres.
Segundo, caridad. Darle al prójimo algo bueno por el valor intrínseco que ese prójimo tiene, más allá de cualquier interés o ganancia personal, es algo que mejora en muchos casos el equilibrio de las fuerzas impersonales del mercado o el rigor de la ley. En países con gran desigualdad material y graves diferencias en el acceso a bienes espirituales, la caridad toma un relieve incluso mayor, pero es igual es útil en toda circunstancia independientemente del país o nivel de desarrollo. Un ejemplo microeconómico sobre la caridad se da en la ayuda material desinteresada luego de los desastres naturales como el Niño costero en el Perú o el huracán Harvey en el sur de Estados Unidos. La buena voluntad de mucha gente (incluso extranjeros) va más allá de lo que una compañía de seguros puede hacer para intentar paliar el serio golpe económico y humano de eventos adversos. Muchas compañías de seguros incluso no cubren esos riesgos. Donde no hay mercado, todavía puede haber equilibrio.
Tercero, humildad. La probabilidad de que mi idea sea la mejor del mundo, o la mejor del país, o incluso la mejor de un grupo humano pequeño, es claramente una probabilidad menor a 100%. ¿Para qué inflarse entonces? Moderar el amor propio para considerar la bondad ajena como posiblemente superior a la de uno mismo lleva a muchos aciertos (y a evitar errores garrafales). Kenneth Arrow, ganador del Premio Nobel y economista de Stanford fallecido en el 2017, empezaba sus preguntas diciendo: “I don’t understand”, cuando en realidad podría haberlas empezado diciendo, “You don’t understand.” Si la humildad no está en la base del actuar económico, experto o inexperto, se recorre un camino de autoafirmación personal que dificulta el desarrollo conjunto y termina en la decepción y el vacío.
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