LAS CRISIS de confianzas están de moda. Y aunque es relevante consensuar el diagnóstico, se trata de un problema de larga data, del cual hemos venido advirtiendo hace más de una década. En efecto, varios estudios internacionales -recomiendo en específico “Auditoría para la Democracia” del PNUD- alertan cómo este proceso de deterioro viene registrándose desde mediados de la década de los noventa, con tres características fundamentales. La primera es que se trata de un fenómeno estructural, que no sólo afecta a la dinámica pública o las entidades políticas, sino también al mercado y las empresas, como a nuestras relaciones cotidianas. La segunda es que pese a enmarcarse en una tendencia mundial, en Chile se aceleró la profundidad y velocidad de la desafección, tomando un ritmo y vértigo que nos aleja significativamente de los promedios en América Latina. La tercera es que no hay indicios de que las cosas vayan a mejorar, sino que todo lo contrario.
De esa forma, los resultados de la última encuesta CEP vienen sólo a confirmar la gravedad de la situación por la cual estamos atravesando, la que podríamos caracterizar como nada menos que una debacle política generalizada a consecuencia de la falta de identificación de las personas con sus principales instituciones. En ese cuadro, me preocupa especialmente lo que ha ocurrido con los partidos políticos y su incapacidad para representar los fragmentados y cada vez más específicos anhelos de una sociedad plural y diversa, lo que ha redundado en la renuncia de estas organizaciones a ser una estructura de intermediación entre el poder formal y los ciudadanos, favoreciendo su irrelevancia y cooptación por un puñado de dirigentes.
Y aunque los escándalos de corrupción sobre el financiamiento de las campañas contribuyeron a agravar todavía más el problema, nuevamente es cierto que este proceso tiene anteriores raíces. Así por ejemplo, no podemos negar el efecto que tuvo el discurso contra la política y los partidos que instaló la dictadura militar, legado que por mucho tiempo también fue alentado por los partidos de la derecha. Pero quizás poniendo a Patricio Aylwin como excepción -el único Presidente de la República de la transición que en los hechos entendió la importancia de los partidos para la tarea de gobernar-, lo que vino después fue la tentación de “despartidizar” la gestión de gobierno. Lo que tenuemente se inició en la administración de Eduardo Frei, se agudizó con el discurso de “los problemas reales de la gente” de Joaquín Lavín, la exacerbación presidencialista que alentó Ricardo Lagos, “el gobierno ciudadano” del primer mandato de Michelle Bachelet, la asepsia política “de la excelencia” en el discurso de Sebastián Piñera, y la propia idea de una “figura salvadora” que se construyó en torno al regreso de la actual Presidenta, son un ilustrativo registro de las tentaciones, errores y omisiones que evidenciaron, y también agudizaron, la crisis de la política en general y de los partidos en particular.
Hay una oportunidad en las reformas que actualmente se discuten, siempre y cuando el gobierno y los parlamentarios empiecen a tomárselas en serio.