Uno de los hechos estilizados en el análisis económico del crimen es la existencia de una relación positiva entre la desigualdad del ingreso y la criminalidad.[1] La teoría económica tradicional da cuenta de este fenómeno describiendo a los criminales como agentes racionales que encuentran rentable las actividades delictivas en comparación con las legales. En efecto, en el modelo económico clásico de crimen (Becker, 1968), los criminales ejercen como tales luego de medir los costos y beneficios potenciales del crimen.[2] Este enfoque sugiere que, todo lo demás constante, un aumento en la desigualdad económica haría a los pobres más propensos a cometer actividades delictivas y a los ricos más proclives a ser víctimas de las mismas.
La literatura que estudia la relación entre desigualdad económica y crimen es multidisciplinaria y extensa, demasiado para resumirla en esta entrada corta. Sin embargo, la asociación positiva sugerida por el modelo económico estándar es robusta, tanto si se comparan países, como si se comparan áreas al interior de un mismo país (independientemente de su nivel de ingreso), como si compara una misma unidad geográfica a lo largo del tiempo. Esta relación también es robusta a distintas medidas de desigualdad y crimen, y distintas metodologías empíricas más y menos consistentes con la capacidad de inferir relaciones causales.
Sin embargo, un enfoque alternativo sugiere que la desigualdad económica no es una condición suficiente para el crimen. En cambio, el crimen violento requiere de detonantes transitorios que afectan emociones como la frustración o la euforia. Un ejemplo de esto es el artículo reciente de Ignacio Munyo y Martín Rossi descrito en este mismo blog. Ignacio y Martín muestran que las derrotas inesperadas de los equipos favoritos en la liga uruguaya de fútbol generan delitos violentos al finalizar el partido.
Lo mismo ocurre con los crímenes contra la propiedad. Más allá de la desigualdad económica subyacente, el acto de robar requiere de detonantes transitorios asociados a sentimientos como el sentido propio de justicia o la percepción de mala suerte. Esto es, en efecto, lo que encontramos en un estudio reciente mis colegas Mariana Blanco, Daniel Houser y yo. Nuestros resultados sugieren que:
- La desigualdad económica, per se, no está asociada con un mayor comportamiento criminal (en términos de crimen contra la propiedad) por parte de los menos privilegiados en la distribución del ingreso.
- En cambio, condicional a ser “pobre”, experimentar un choque económico negativo sí genera comportamientos criminales. Es decir, lo que exacerba el crimen (contra la propiedad) es la interacción entre desigualdad y “mala suerte”.
- En este caso, las víctimas del comportamiento criminal son todos los miembros de la sociedad, independientemente de su posición en la distribución del ingreso, no solo los “ricos”
- Si la distribución del ingreso es totalmente meritocrática (o totalmente aleatoria) los menos privilegiados no muestran un comportamiento criminal diferencial.
Nuestras conclusiones se basan en los resultados de un experimento de laboratorio en el que manipulamos los mecanismos que determinan la distribución del ingreso entre los participantes (todos estudiantes universitarios), combinando el mérito con la suerte, y luego observamos cómo se apropian, unos a otros, de sus ingresos.
El experimento es el siguiente. Los participantes deben resolver individualmente, durante cinco minutos, sumas aleatorias de varios números de dos cifras, al cabo de lo cual se les entrega una recompensa monetaria de acuerdo a su desempeño en este ejercicio. Los de desempeño superior al promedio reciben cerca de US$30 y los de desempeño inferior US$10. Luego, la mitad de los participantes de cada grupo de ingreso recibe aleatoriamente un choque negativo que reduce sus ganancias a la mitad, generando una distribución final con cuatro niveles de ingreso: US$30, 15, 10 y 5. Posteriormente cada jugador debe decidir cuánto tomaría de las ganancias finales de cuatro jugadores hipotéticos, cada uno de los cuales tiene una de las cuatro posiciones resultantes en la distribución de ingresos. Esta “apropiación” (o robo) puede estar entre US$ 0 y la ganancia total de la víctima del robo. Al final del experimento se forman parejas de participantes aleatoriamente y, al interior de cada una, se escoge aleatoriamente la decisión de uno de los miembros de la pareja, según sus elecciones de apropiación en la etapa anterior.
Se trata de un diseño que deliberadamente y por simplicidad no incorpora ningún elemento institucional de captura o castigo de los criminales, y por lo tanto en el que se observa robo por doquier. El objetivo es, sin embargo, explicar la variación en la magnitud del robo y en particular si ésta responde a la identidad de clase del criminal y/o al proceso generador de la distribución del ingreso. De hecho, en dos tratamientos experimentales adicionales los mismos cuatro niveles de ingreso son generados de forma totalmente meritocrática (de acuerdo al cuartil de desempeño en las operaciones matemáticas) y de forma totalmente aleatoria (sin operaciones de por medio).
Nuestros resultados pueden ayudar a interpretar patrones empíricos robustos como el aumento de la criminalidad después de desastres naturales (e.g. el huracán Katrina). Además, son relevantes en términos de política pública, pues de ser extrapolables más allá del laboratorio[3], nuestros hallazgos sugieren que en la medida en que la distribución del ingreso refleje la distribución subyacente de talento la desigualdad económica no genera crimen. En el otro extremo, si la distribución del ingreso es totalmente aleatoria, la desigualdad económica tampoco genera crimen. En efecto, la interacción entre procesos meritocráticos y la exposición a choques negativos que hacen que la posición en la distribución del ingreso no esté ligada al talento y esfuerzo propio, incentiva a los menos privilegiados a recurrir a comportamientos criminales.
Lo malo es que esta última es la descripción más realista de la forma como se determina la distribución del ingreso en nuestras sociedades (es decir ni la meritocracia total ni la suerte absoluta). En la medida en que la política pública logre compensar a los perdedores de choques económicos negativos y privilegiar los procesos meritocráticos, el crimen debería disminuir, por más que la distribución del ingreso sea desigual.
[1] Recomiendo mucho, para los interesados en el análisis económico del crimen, varias entradas recientes en este mismo blog por Laura Jaitman y Sebastián Galiani.
[2] Laura y Sebastián explican detalladamente este enfoque teórico en esta entrada.
[3] El debate sobre la validez externa de experimentos de laboratorio es amplio y de tiempo atrás, con argumentos importantes a favor y en contra de economistas reconocidos. Esta entrada no se ocupa de resumir este debate.
Una pregunta, cuando hablan de una distribución de las riquezas de forma aleatoria,¿Se puede entender como que las personas sienten que hay un tipo de determinismo social, o como lo llama Esther Duflo, una «poverty trap»? Gracias
La condición de pobreza es una que reune multiples carencias. Dificilmente pueda replicarse en un juego. No entiendo bien como recrean el sentimiento de injusticia. En el crimen real, los posibles delincuentes no estan leyendo la distribucion del ingreso, ni tienen información sobre la proporcion de la riqueza que es mal habida.
La mala suerte produce sin duda una alteración en el temperamento del ser humano. En Argentina tenían hace años un programa de TV llamado «El peor dia de tu vida» que demostraba cómo, después de un día inundado de mala suerte prefabricada, las personas a quiénes le hacían la pega terminan saliendose de casillas y tornándose violentas e irrespetuosas. Un pobre debe lidiar no un día sino 365 días al año con la mala fortuna