El espectáculo dado por nuestras instituciones sólo contribuye a profundizar la desconfianza. Cualquiera sean la razones que animan a unos y otros, lo que desde afuera se p
ercibe es una insólita pugna entre organismos cuya sintonía y colaboración se hacía más necesaria que nunca.
Todavía peor, pareciera que la disputa versa sobre cuán profunda y extendida debe ser la investigación que se lleva adelante, como si todavía fuera posible que un acuerdo de la clase política pudiera alterar de manera significativa el curso de los acontecimientos.
Tal idea resulta absurda por varias razones.
En primer lugar, porque el deterioro reputacional de la elite, tanto pública como privada, es de tal magnitud, que no hay condiciones ni posibilidades de proponer algún pacto que pudiera ser aceptado sin más por la ciudadanía. La rabia y resentimiento que se percibe en muchas personas es el resultado de un largo proceso, que se pudo haber corregido y enmendado en demasiadas ocasiones, y sin embargo hicimos caso omiso a las señas y advertencias que hace años se nos vienen dando. Incluso hoy, cuando recién se aquilata la gravedad del asunto y las consecuencias que pudiera traer para el futuro, aflora esa irritante tentación de pensar que nuevamente podrán ser pocos los que resuelvan una cuestión que les concierne a todos.
A continuación, porque esta crisis no podrá superarse mientras sigamos evitando la verdad, o al menos una parte significativa de ella. Pretender atenuar o contener la acción de la justicia es el más evidente síntoma de que no hay arrepentimiento o, peor todavía, de que suponemos que algunos ciudadanos deben ser tratados de manera diferente en la medida que la sanción a sus faltas o errores pudiera acarrear difíciles y dolorosas consecuencias para el país.
Incluso más, y guardando todas las proporciones de la comparación, la eventual posibilidad de pensar en una futura especie de amnistía supone, primero y antes que todo, el esclarecimiento de lo sucedido. Todo acto de reparación y construcción requiere antes un gesto de reconocimiento y perdón.
Por último, porque la forma y manera en que abordemos esta coyuntura pudiera ser decisiva para el devenir de nuestra democracia. Por estos días muchos alertan sobre los peligros del populismo y la incapacidad de nuestras instituciones para contener y conducir este proceso. Tal diagnóstico, probablemente cierto, es la consecuencia de un modelo institucional obsoleto, al que se mira con recelo y desprecio. Se trata de un sistema que no sólo ha defraudado en varias ocasiones las expectativas que sobre él descansaban, sino que también resulta mayoritariamente ajeno a los ciudadanos, quienes sienten que no tienen posibilidad alguna de incidir en los asuntos que les afectan. Recuperar la confianza en la democracia y la lealtad hacia nuestras instituciones pasa inevitablemente porque su rediseño sea consecuencia de un proceso amplio y deliberativo. De hecho, la vital tarea de recuperar a la política no puede quedar sólo en manos de los políticos.