¿Dónde están todas las mujeres?

Chile es un país profundamente machista. Es una paradoja, pero es la realidad. La Presidenta es mujer, el Senado de la República es dirigido por una mujer y hay ocho mujeres en el gabinete. Es decir, es un país con una enorme presencia femenina en los más altos círculos del poder político y formal.
Y así y todo, en Chile las mujeres son discriminadas y, con frecuencia, son miradas en menos.

Una realidad sorprendente
Para empezar, algunos ejemplos: en Chile, más de la mitad de los estudiantes universitarios son mujeres. Sin embargo, las 25 universidades tradicionales -aquellas agrupadas en el llamado Cruch- tienen rectores hombres. Ni una sola rectora mujer. Además, todas las universidades privadas de renombre tienen rectores hombres -la Diego Portales, la Adolfo Ibáñez, la de Los Andes.
Desde el retorno de la democracia Codelco ha tenido 10 vicepresidentes ejecutivos, todos hombres. Lo mismo con Corfo y Enap. Todos los presidentes del Consejo Nacional de Innovación han sido hombres, como lo han sido los presidentes de la Fundación Chile.
Los dos periódicos más importantes del país tienen -y siempre han tenido- directores hombres. De los cinco canales de televisión abierta, cinco tienen directores ejecutivos hombres -la excepción es TVN, con Carmen Gloria López. En los últimos 30 años tan sólo una mujer ha ganado el Premio Nacional de Literatura, y desde su creación en 1993, sólo dos mujeres han recibido el Premio Nacional de Artes Plásticas.
El Senado cuenta con apenas seis mujeres entre sus 38 miembros, y en la Cámara de Diputados hay sólo 19 mujeres de un total de 120 honorables. Ninguno de los grandes bancos es dirigido por una mujer, las grandes empresas tienen poquísimas mujeres en sus directorios, y sólo una de las escuelas de administración y negocios de prestigio tiene una decana mujer -la Adolfo Ibáñez, con Manola Sánchez.
La Corte Suprema lo hace un poco mejor: seis de los 20 ministros son mujeres. Esta cifra puede parecer positiva, pero, claro, es una ilusión. Seis de 20 ni se acerca a la paridad.
Pero esto no es todo: Chile tiene una de las tasas más bajas, entre los países de ingreso medio, de presencia femenina en la fuerza de trabajo. A pesar de ciertos avances recientes, en Chile menos mujeres participan activamente en el mercado laboral que en Perú, Brasil, Uruguay y Colombia. No porque no quieran trabajar, sino porque no hay facilidades para que las mujeres de familias pobres dejen a los niños mientras ejercen un empleo remunerado. Además, las mujeres que trabajan ganan menos que los hombres con la misma experiencia y calificaciones. Más aún, la dificultad que enfrentan las mujeres de escasos recursos para encontrar trabajo explica, en gran parte, la altísima desigualdad en la distribución del ingreso entre las familias chilenas.

Una discriminación sutil
La discriminación de género en Chile es muchas veces sutil y sucede de una forma inconsciente. Los logros de las mujeres no son realzados como los de los hombres y sus habilidades son cuestionadas. Las mujeres tienen que demostrar una y otra vez su valía, y aún así muchas veces no son reconocidas.
En las últimas semanas pudimos apreciar un ejemplo de lo anterior: el gobierno de la Presidenta Bachelet obtuvo triunfos políticos sin precedentes al conseguir la aprobación de una serie de proyectos claves. Aun aquellos que no están de acuerdo con todos los aspectos de estas iniciativas reconocen que el haberlos hecho ley en forma simultánea y en un tiempo tan corto es un logro extraordinario, que demuestra dedicación, devoción y disciplina.
En esta labor legislativa “el todo” fue mucho mayor que “la suma de las partes”. De hecho, los analistas internacionales ya hablan de un Chile de antes del 2014 y un Chile de después del 2014; hablan del paso del Chile de Friedman al Chile de Piketty.
La arquitecta de este gran éxito fue la ministra Ximena Rincón. Trabajó entre bambalinas convenciendo a diputados y senadores, negociando por aquí y por allá, llamando a los recalcitrantes, reuniéndose con los escépticos, escuchando y haciendo propuestas. No se desvió de su objetivo ni les hizo caso a los rumores malintencionados que aseguraban que su reemplazo era inminente. Ximena Rincón hizo su trabajo sin aspavientos y con gran efectividad.
Y, sin embargo, los medios centraron su atención, sus cámaras, sus halagos y sus micrófonos en los ministros Eyzaguirre, Peñailillo, Elizalde y Arenas. Fueron los hombres quienes recibieron los créditos y los laureles, los sindicados como los constructores del nuevo Chile. Los medios trataron a la única mujer del equipo político -y quien, de hecho, hizo posible la simultaneidad de las reformas- como a una actriz de reparto, con un rol secundario. Claro, no fue deliberado ni a propósito, pero fue así, como si Rincón hubiera contribuido menos, como si no hubiera sido ella quien mantuvo todos los cilindros funcionando, permitiendo la aprobación de varias reformas centrales en forma concurrente.

Cultura, políticas públicas y aborto
Lo triste del asunto es que el machismo chileno está profundamente enraizado en la cultura nacional. Aún hoy en día es difícil encontrar a hombres -incluso entre los más jóvenes y con mayores niveles de educación- que estén dispuestos a llevar una carga igualitaria dentro de sus propios hogares. Como en las generaciones pasadas, las mujeres siguen siendo quienes más se sacrifican, quienes tienen doble jornada, quienes batallan con los hijos y administran la logística familiar.
En las últimas décadas ha habido cambios, eso es verdad. Pero éstos han sido lentos, demasiado lentos. Es por ello que es esencial poner en marcha políticas públicas que, en forma activa y eficiente, ayuden a terminar con la discriminación de género y les den a nuestras mujeres mayor autonomía, libertad y dignidad.
El gobierno de la Presidenta Bachelet tiene una agenda amplia y activa sobre el tema. Son proyectos ambiciosos que buscan lograr mayor igualdad por medio de cuotas y crear burocracias enaltecidas -un ministerio, nada menos- que protejan a las mujeres.
En general, todo esto es positivo. Pero la verdad es que lo hasta ahora propuesto es bastante tímido y ni siquiera ataca algunas de las fuentes más importantes de desigualdad y discriminación. Es necesario ser más agresivo y audaz; también es necesario ser más eficiente y efectivo. Esto último es esencial, pero como en otras áreas, este gobierno, dentro de su entusiasmo y fervor, tiende a desatenderlo, como si la eficiencia fuera un atributo secundario y sin importancia.
Para empezar, es de esencia que toda mujer pueda acceder al mercado laboral y, parafraseando a Virginia Woolf, tenga un ingreso propio. Ello requiere que todas las madres chilenas tengan a su disposición guarderías infantiles gratuitas y de calidad. Este también debe ser el caso para la educación preescolar. Esta medida contribuiría mucho más a ponerles término a la segregación, la discriminación y la desigualdad que el proyecto de reforma educacional recientemente aprobado. Además, es una medida mucho más progresista que proveer educación universitaria gratuita a todo el mundo, independientemente de su capacidad de pago.
Una segunda medida pro mujer sería reducir la semana laboral de 45 a 40 horas. Esto acercaría a Chile a los países prósperos a los que aspiramos parecernos. De hecho, ningún miembro avanzado de la Ocde tiene una semana de trabajo tan larga como la chilena. Una medida de este tipo pondría 22 horas mensuales a disposición de los trabajadores chilenos para dedicarlos a sus familias y a sus hogares.
El proyecto que legaliza el aborto es, obviamente, un paso en la dirección correcta. Pero, en comparación con las legislaciones en los países más avanzados, es tímido y excesivamente restringido. Un país moderno confía en sus mujeres, en sus criterios y en su sabiduría. Confía en que no harán mal uso de un derecho delicado y que actuarán con mesura. Dudar de ellas, y pensar que por el sólo hecho de que el aborto sea legal abusarán de esa opción es un resabio de un mundo machista que debiera ya acabar.