Hay una diferencia fundamental entre lo que es legal y lo que es correcto, entre lo que está permitido por las leyes y los reglamentos, y lo que es moralmente aceptable. Hay acciones que, si bien no son sancionadas por la justicia, no debieran tener cabida en un país civilizado y moderno.
Pero, aparentemente, muchos políticos chilenos no entienden esta distinción. Se aferran a tecnicismos y recurren a una casuística alambicada para justificar lo injustificable, para aferrase a sus escaños y a sus posiciones de poder, para contar cuentos inverosímiles y asegurarnos que no recuerdan, que lo olvidaron, que no fueron ellos, que los errores fueron involuntarios, y que si bien lo que dijeron no era verdad, tampoco era exactamente mentira.
Ante el escándalo de Penta, lo correcto es lo siguiente: Ena von Baer debe renunciar a su senaduría. El ministro Alberto Undurraga debe renunciar a su ministerio, y Ernesto Silva debe dejar la dirección de la UDI.
Deben hacerlo porque, al margen de lo que diga la justicia, le están causando un daño enorme al país. Están desacreditando a la política -aún más de lo que ya estaba-, están paralizando al gobierno y están llevando al principal partido de oposición al despeñadero.
El senador Iván Moreira también debe renunciar. Es verdad que reconoció su rol en el escándalo de las platas turbias, pero eso no cambia las cosas en lo fundamental. Faltó a la verdad y, aunque en menor medida que su colega Von Baer, se ha transformado en un hazmerreír nacional.
Desde luego que si algunos de ellos llegara a ser imputado, tiene derecho a defenderse en una corte de justicia. Pero el problema no es ese.
El problema es que el desprestigio es demasiado grande; la falta de credibilidad y confianza ha llegado a tales niveles que ninguno de los cuatro puede cumplir con su labor en forma efectiva. Se han transformado en lastres para sus tiendas políticas y para las instituciones en las que sirven.
Al renunciar a sus puestos le harán un favor a Chile. También se harán un favor a ellos mismos. Porque la verdad es esta: en lo que a política se refiere, son muertos en vida, son como el personaje de Sean Penn en la película Dead Man Walking.
La verdad ante todo
Los escándalos políticos son, en distintos países, pan de cada día. En cierto modo, la población se ha acostumbrado a la idea de que congresistas y ministros son personajes venales, que muchas veces se sienten por encima del bien y el mal, y que actúan con arrogancia e impunidad. Pero no tiene por qué ser así. De hecho, debiéramos insistir en que las cosas fueran diferentes. A quienes participan en política se les debe exigir un nivel de probidad más alto que al resto de los ciudadanos.Deben cumplir con las leyes, ser modestos en su actuar, esperar en fila para subir a los aviones -igual que el resto de los ciudadanos-, actuar con transparencia y, lo más importante, hablar con la verdad. Siempre con la verdad. Aunque sea incómodo y difícil, aunque a veces los deje mal parados.
Para que una democracia funcione bien deben cumplirse varios requisitos: ante todo, los políticos deben tener credibilidad y concitar un cierto respeto. Además -y esto es muy importante-, los partidos de oposición deben tener suficiente presencia y estatura moral para proveer los equilibrios y contrapesos que todo sistema político moderno necesita.
Un país que no cuente con una oposición funcional y bien articulada cae en la monotonía del partido único, en la modorra y, lo que es peor, en todo tipo de arbitrariedades -recordemos los años tristes del monopolio del PRI en México.
Bajo el liderazgo de Ernesto Silva, la UDI ha perdido la capacidad de ser una oposición lúcida y operativamente fuerte. A Silva le falta gravitas; no tiene ni la estatura ni la experiencia para manejar esta crisis. Debe ser reemplazado, con urgencia, por alguien como el senador Hernán Larraín, alguien con visión de Estado y conocimiento de la historia, alguien que entienda que este no es un tiempo para pequeñeces.
¿Dónde están los liberales?
Este debiera ser el momento de gloria de los liberales chilenos. Ante la crisis terminal de la derecha conservadora y el creciente escepticismo respecto del gobierno, los políticos del centro liberal debieran aparecer con fuerza, ofreciéndole a la población una visión fresca y moderna del futuro.
Los diputados Kast, Godoy y Browne debieran colmar los programas de radio, aparecer una y otra vez en las pantallas de TV, producir una sucesión de artículos de opinión y utilizar las redes sociales para hacerse del liderazgo de la oposición.
Pero esto no ha sucedido.
De hecho, hay un sorprendente silencio liberal, una actitud temerosa que sugiere que, después de todo, no quieren avanzar en la batalla política, que no quieren incomodar a sus amigos y ex socios de la derecha más conservadora e integrista.
Por ejemplo, no han denunciado en forma tajante la actuación de Von Baer y Moreira, ni han reprobado con vigor el rol de algunas empresas en el financiamiento turbio e ilícito de tantas campañas.
Lo que hace que esta situación sea particularmente paradójica es que mientras a los políticos liberales se les desaparece la voz, los intelectuales liberales -Cristóbal Bellolio y Hernán Larraín Matte, por nombrar sólo a dos entre los más jóvenes- han tenido una presencia constante en los medios, y han analizado la situación con rigor y claridad conceptual.
El liberalismo chileno es un movimiento de pensadores -Juan Ignacio Correa, David Gallagher, Arturo y Juan Andrés Fontaine, Harald Beyer, Lucas Sierra y Patricio Arrau, entre otros-, pero no de líderes políticos. Esto tiene que cambiar.
Chile necesita un contrapeso inteligente, moderno y visionario a las políticas de la Nueva Mayoría. Un contrapeso que ofrezca ideas bien razonadas y un proyecto de largo plazo que no se quede en simples clichés trasnochados del siglo pasado. Chile necesita una visión que le diga que sí a la igualdad de género, y que confíe en la capacidad de las personas para decidir sobre su futuro; una visión que impulse la tolerancia y la inclusión, apruebe el matrimonio homosexual, que fomente la meritocracia y la transparencia, que fomente al capitalismo moderno y su fervor por la innovación.
Esta oposición moderna debe rechazar a la figura de Pinochet, decirles “no” a los abusos y oponerse al conservadurismo católico que a través de los años le ha hecho tanto daño al país.
Para los políticos liberales hacer lo que es correcto es saltar al ruedo y disputarles el liderazgo de la oposición a los conservadores. Tanto a los de la UDI como a los de RN (que son muchos; casi todos). Si los liberales no lo consiguen, todo volverá a ser como antes y Chile correrá el riesgo de empantanarse; pero si lo logran, saldrá ganando el país y será posible empezar a caminar hacia la modernidad. Para los liberales es esencial que el calor del silencio no evapore su voz.
Y qué hay del caso de Andrés Velasco? Ni una sola palabra al respecto. Velasco no tiene un cargo público, pero es conocida su intención de embarcarse en una campaña presidencial. Esta omisión es llamativa. Tal vez haya cercanía entre el columnista y uno de los afectados por el caso?
Tal vez el autor considera que Velasco es socialdemócrata y no liberal.