La reforma tributaria, la reforma educacional, el fin al binominal y una nueva institucionalidad para consumidores son sólo algunos de los ambiciosos proyectos enviados por el gobierno al Congreso, cuando están por cumplirse los primeros cien días del segundo gobierno de Michelle Bachelet.
Las oportunidades para hacer las reformas más importantes en un cuarto de siglo son enormes, los riesgos asociados a no hacer las cosas bien, también. No cabe duda de que han sido cien días vertiginosos, llenos de esperanza para algunos y preocupación para otros.Es hora de detenerse y sacar algunas lecciones que pueden ser útiles para los tiempos que vienen.
El proyecto que se encuentra más avanzado en su trámite legislativo es el de la reforma tributaria. La oposición y algunos líderes empresariales fueron despiadados en su crítica inicial, la capacidad de grupos de intereses muy particulares para presentarse como benefactores de la nación también ha sido mayor que lo habitual.
La respuesta del gobierno tampoco ha sido buena. Ha comunicado mal y ha respondido menos de lo que debiera a las críticas a aspectos técnicos de la reforma. A pesar de lo dispareja que siempre ha sido la cancha en materia comunicacional para la centroizquierda, es difícil entender cómo el apoyo a la reforma tributaria dejó de ser abrumador.
Lentamente ha ido emergiendo un espacio que posibilita acuerdos transversales que podrían ser muy valiosos. Crecientemente, se escuchan voces opositoras aceptando el incremento de la carga tributaria planteado por el gobierno, para luego hacer propuestas concretas que permitirían recaudar dichos montos de lo que estiman sería una mejor manera. Este cambio es notable. Durante los primeros meses, prácticamente todas las propuestas opositoras apuntaban de una u otra manera a reducir los recursos que recaudaría la reforma.
Más de alguien preguntará por qué el gobierno debiera considerar la opinión de la oposición cuando cuenta con la mayoría necesaria para aprobar la reforma en el Congreso.Existen varios motivos, acá van dos. Primero, las reformas tributarias son técnicamente complejas, por lo cual todas las buenas ideas, consistentes con los objetivos que se persiguen, debieran ser bienvenidas. Segundo, el estado de ánimo con que emerjan los sectores de altos ingresos de esta reforma no se puede ignorar, pues son ellos quienes toman las decisiones de inversión más importantes. Este estado de ánimo puede ser optimista, si consideran que se han sentado las bases de un pacto social que promete estabilidad, o pesimista, si concluyen que las cosas se hicieron con poca competencia técnica.
Hemos pasado de una dinámica crispada a una donde el proceso democrático tiene la oportunidad de hacer contribuciones importantes. Los intercambios de las últimas semanas han permitido socializar puntos de vista y análisis, de modo que todos, partiendo por quien escribe, sabemos más ahora que al comienzo de este proceso. Las reformas tributarias siempre han sido complejas, partir desde una estructura tributaria muy distinta de la que tiene la mayoría de los países dificulta las cosas aún más.
Como es habitual, ha habido buenas y malas ideas en el proceso. Entre las críticas válidas están, a mi juicio, los problemas asociados a la renta atribuida. Existen aprensiones fundadas respecto de la factibilidad de implementar el sistema de renta atribuida a empresas con estructuras de propiedad complejas, ya que todo indica que los contribuyentes no podrán verificar de manera independiente los tributos que el Servicio de Impuestos Internos les informará deben cancelar, lo cual constituye un problema serio. La complejidad de este sistema tampoco es una característica deseable.
La tramitación en el Senado ofrece una gran oportunidad para mejorar aspectos técnicos de la reforma y la primera semana de sesiones ha sido prometedora. En este proceso es importante distinguir los fines de la reforma, de los medios para lograr dichos fines. El “corazón” de la reforma consiste en recaudar tres puntos del producto y que la mayor parte de esta recaudación sea financiada por los sectores de altos ingresos.
La buena noticia es que existen ajustes al proyecto del gobierno que son fieles a los fines recién enunciados y que se hacen cargo de los problemas asociados a la renta atribuida. Una alternativa posible es desintegrar el pago de impuestos de las empresas, en línea con lo que sucede en la mayoría de los países desarrollados. Otra es hacer esto sólo para las empresas más complejas.
En un sistema desintegrado, las empresas pagan un impuesto por sus utilidades y luego un impuesto adicional por los dividendos que reparten. A diferencia de lo que sucede con el sistema actual, los impuestos anteriores (al capital) van por un carril separado de los impuestos a los ingresos laborales; por eso el sistema se dice “desintegrado”.
Una de las ventajas de desintegrar es que se mantienen los incentivos para reinvertir las utilidades, ya que los dividendos pagan un impuesto adicional. Al mismo tiempo y a diferencia del sistema tributario actual, al desintegrar se terminan los incentivos para disfrazar el ahorro personal como ahorro de una sociedad, lo cual también es positivo. Otra ventaja de desintegrar es que pasamos a un sistema tributario parecido al de la mayoría de los países desarrollados. Esto nos permite asimilar sus experiencias, hace menos probable que aparezcan propuestas que no se previeron y facilita reaccionar si éstas suceden.
Un sistema desintegrado también tiene sus bemoles, entre ellos, que los ingresos del trabajo tributan más que los del capital, aunque es posible fijar las tasas de modo que dicha brecha sea muy inferior a la actual, quedando en línea con aquella de la mayoría de los países desarrollados.
Si la reforma tributaria que emerge del Congreso cuenta con un consenso técnico transversal, siendo apoyada con entusiasmo por sectores afines al gobierno y aceptada por sectores opositores, será un caso en que el proceso democrático habrá cumplido un rol importante, encontrando espacios de encuentro que parecían inexistentes. Difícil imaginar un mejor final para el primer proyecto emblemático del actual gobierno.