Varios problemas tiene el proyecto de ley que ha anunciado el Gobierno. Desde luego, errores de diagnóstico. Por ejemplo, sostener que el término de lucro contribuirá a la calidad.
Basta mirar el gráfico para dudar de esa aseveración. En él se representa, en el eje vertical, el promedio en matemáticas y lenguaje en el SIMCE de cuarto básico de 2012. En el eje horizontal la proporción de alumnos vulnerables en cada uno de los establecimientos. (Son los colegios y escuelas urbanas con más de siete estudiantes en ese nivel educativo). Se distinguen los establecimientos municipales de los particulares subvencionados con y sin fines de lucro. Hay varias cosas que se puede destacar pero me concentro en una. La nube de puntos para cada una de estas tres categorías de colegios es indistinguible de las otras. Es decir, existen unos de muy buenos desempeños, otros mediocres y otros claramente insuficientes, independientemente de su naturaleza jurídica. La política educativa debería atacar los malos desempeños ahí dónde estos ocurran, pero no perder energía, en tensionar a un grupo específico. Esa no es una política en pro de la calidad, todo lo contrario atendida la escasez de colegios y escuelas de calidad.
Los buenos colegios, más que amenazados, deberían ser potenciados, incluso si sus sostenedores obtienen una legítima ganancia. Las autoridades, de buena fe, piensan que esos establecimientos no se van a ver afectados y se van a convertir en fundaciones sin mayores inconvenientes. Pero ese proceso es complejo y, por tanto, no es automático. Desde luego, el proyecto incorpora tal cantidad de restricciones para la operación de los nuevos sostenedores particulares subvencionados que es difícil anticipar cómo se van adaptar las actuales fundaciones sin fines de lucro, menos aún las nuevas. Regular a partir de la desconfianza no es una buena recomendación. Para minimizar los riesgos de los cambios, satisfaciendo el espíritu del Programa de Gobierno, puede ser recomendable liberar de la obligación de pasar por un proceso traumático a aquellos sostenedores que han demostrado buenos desempeños, exigiendo al mismo tiempo que los establecimientos que se creen en el futuro y aquellos que no satisfacen estándares razonables tengan que establecerse como fundaciones sin fines de lucro. También retirar del proyecto disposiciones innecesarias y restrictivas como que las fundaciones no puedan tener gravámenes sobre los bienes esenciales para proveer educación o que requieran de autorización para abrir un nuevo establecimiento. Parecen medidas destinadas a aumentar la matrícula de la educación pública por “secretaría” y no como resultado de la decisión de los padres.
El Gobierno quiere también terminar el copago en la educación subvencionada. En muchos establecimientos la creación de una subvención especial para la clase media y la subvención por gratuidad, contempladas en el proyecto, van a incentivar el término de dicho copago. Un 76 por ciento de los establecimientos que hoy lo exigen, equivalente a aproximadamente el 73 por ciento de la matrícula con financiamiento compartido (ésta representa cerca del 43 por ciento de la matrícula escolar subvencionada), seguramente elegirían dejar el financiamiento compartido. Sus ingresos anuales netos por financiamiento compartido y por estudiante son inferiores o equivalentes a la suma de las dos nuevas subvenciones (en estricto rigor los números dependen de la composición del estudiantado por las distintas subvenciones que están en operaciones por lo que los números efectivos pueden diferir algo de estos cálculos). Sin embargo, un poco más de 500 establecimientos que educan a alrededor de 360 mil niños y jóvenes experimentarán, tal como está concebido este proyecto, una merma en sus ingresos. Ello es el resultado de que los valores de esas subvenciones son insuficientes. Esa opción es legítima, toda vez que el Gobierno aspira también a financiar una nueva carrera docente y el fortalecimiento de la educación pública, iniciativas más adecuadas para aumentar la calidad. Así, por ahora, no está en condiciones de ponerle fin al financiamiento compartido. La tensión se puede resolver vinculando la reducción del financiamiento compartido a aumentos efectivos en la subvención, de modo que éste se termine solo una vez producido los aumentos suficientes, en lugar de definir un plazo de diez años y congelar el techo de este financiamiento nominalmente.
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