Antes fue el terremoto del norte y ahora el incendio de Valparaíso. Se trata de dos tragedias que han marcado la instalación del gobierno de Bachelet y que en algún sentido también han oscurecido varios ripios de la gestión política. Sin embargo, y con motivo de la reforma tributaria, han sido los propios agentes gubernamentales, a falta de una oposición en forma, los que han contribuido a facilitar las críticas para un proceso que enfrenta más dificultades de las esperadas. En efecto, hay tres cosas que deberían preocupar a quienes hoy están pensando en el diseño estratégico del gobierno.
La primera cuestión se refiere a la complejidad que impone seguir sosteniendo el relato inicial en torno al proyecto de ley que modificará nuestra estructura impositiva, habida cuenta algunos de los cambios que se han puesto sobre le mesa. “Los que más ganan tendrán que pagar más”, se dijo; “son los más ricos quienes deben liderar el esfuerzo por una mayor igualdad”, se añadió. Pero como suele ocurrir después de los grandes titulares, esta reforma contempla un conjunto de modificaciones cuyo mayor costo no necesariamente absorberán los sectores más pudientes, sino que su impacto, sea directo o indirecto, también recaerá en un gran porcentaje de ciudadanos no precisamente adinerados. Como si fuera poco, hay negocios obscenamente lucrativos, como es el caso de los bancos, que parecieran no haber sido alcanzados por la obligación redistributiva que se ha impuesto a otros sectores y negocios.
La segunda apunta a la falta de destreza política que han exhibido las autoridades para afrontar este debate. ¿En qué momento alguien dio por bueno el mayoritario apoyo ciudadano a esta reforma? De hecho, como suponiendo que bastaba con la legitimidad de haber obtenido una amplia mayoría en la segunda vuelta electoral, rápidamente no sólo se abandonó la pedagogía hacia los electores y contribuyentes, sino también tardíamente se informó e hizo partícipe a los parlamentarios y otras huestes oficialistas, generando una resistencia interna cuya explicación tiene menos que ver con aspectos ideológicos y más con cuestiones de trato, protagonismo y dignidad. Pero como si fuera poco, el tardío despliegue comunicacional, entrando demasiado a cuestiones laterales y detalles que poco tienen que ver con la épica que trasunta esta reforma, ha sido acompañado de una estética y etilo soberbios, exhibiendo un profundo desprecio hacia quienes legítimamente disienten, recuperando esa nefasta herencia del credencialismo que supone que sólo un pequeño grupo de tecnócratas está en condiciones de comprender y manejar cuestiones que no son de dominio público.
Por último, hay un aspecto simbólico que debería llamar la atención sobre los debates que se vienen por delante. Si en efecto la reforma tributaria era una de las iniciativas mejor preparadas, cuyos detalles se trabajaron con tanta calma y anterioridad, y que para su aprobación requiere una simple mayoría en el Congreso, después de ver lo que está ocurriendo hoy, y que podría profundizarse mañana, ¿qué queda para la reforma educacional y el debate sobre nuestra Constitución? Al hacer difícil lo fácil, espero no estemos haciendo imposible lo difícil.