Si Nicolás Eyzaguirre tiene éxito, y logra sacar a la educación chilena del pozo negro en que se encuentra, será un héroe, y su camino a la Moneda en 2017 estará despejado. Pero rescatar al sistema educativo no será fácil. Los problemas del sector son profundos y los planes del gobierno apuntan en la dirección equivocada. Lo más probable es que Chile pase de tener una educación universitaria cara y bastante mala a tener una igualmente mediocre y, posiblemente, más cara. La diferencia será que después de la reforma estos costos serán pagados por todos los contribuyentes, incluyendo los muy pobres, cuyos hijos no van a la universidad.
El mundo de Alicia
En la novela A través del espejo, Alicia tiene un largo dialogo con Humpty Dumpty, el huevo socarrón. “Cuando yo uso una palabra”, dice Humpty con desprecio, “ésta significa lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos”.
“Pero”, objeta Alicia, “la pregunta es si uno puede hacer que una palabra tenga distintos significados”.
A lo que Humpty responde: “Lo que importa es quién tiene el poder, eso es todo”.
Durante años la política universitaria chilena se basó en la filosofía de Humpty Dumpty; en usar las palabras en forma arbitraria, en llamar “universidad” a todo tipo de institución, sin importar su calidad, su misión, el talante de sus profesores, o la existencia (o inexistencia) de programas de investigación.
Como Chile tenía un déficit de estudiantes universitarios, y la emergente clase media aspiraba a que sus hijos fueran a la universidad, las autoridades de la Concertación optaron por lo más fácil: llamar a casi toda la educación post-secundaria “educación universitaria”.
Hicieron esto sin importar que se vulnerara la ley –todo el mundo sabía que muchas de las nuevas “universidades” se movían por el lucro-, y sin importar que se tratara de establecimientos de pésima calidad, que cobraban aranceles exorbitantes, que, con dificultad, calificaban como institutos politécnicos.
Peor aún, las autoridades nada hicieron por impulsar una reforma de los planes de estudios y de las carreras. Simplemente se alegraron de que estas nuevas “universidades” produjeran miles de periodistas, psicólogos, abogados, y trabajadores sociales. El que estos graduados nunca fueran a encontrar empleo en sus especialidades no era importante.
La Concertación siguió esta ruta porque era fácil, y porque, como dijo Humpty Dumpty, el tener el poder les permitía jugar con el significado de las palabras. Sergio Bitar y los otros ministros de educación hicieron que la palabra “universidad” significara lo que a ellos les convenía y no lo que tradicionalmente había significado.
El problema, claro, es que en esto no se puede dar vuelta atrás. No es posible -aun cuando alguien lo considerara deseable- destituir a aquellas instituciones que no cumplen con los verdaderos requisitos universitarios, y pasar a llamarlas “academias post-secundarias”. Esto deja tan sólo una opción: hacer una cruzada por mejorar la calidad del sistema.
Pero esto es más fácil decirlo que hacerlo.
Nadie en la actual administración tiene idea de cómo mejorar la calidad en un sistema descentralizado y desarticulado, con actores tremendamente diferentes, y con un grupo de instituciones históricas que se niegan a innovar (el Cruch).
Lo que se necesita es una gran reforma modernizadora. Hay que acortar la duración de las carreras, terminar con la superespecialización -resabio del siglo XX-, flexibilizar los programas, y formar a generalistas capaces de resolver problemas, cambiar de rubro con frecuencia (cada cinco años), y moverse con comodidad en el mundo de la tecnología. Pero me temo que este tipo de iniciativa audaz y moderna ni siquiera está en el radar de las autoridades.
Un modelo mixto
Otro problema mayúsculo se refiere al modelo de financiamiento universitario.
¿Debe estar basado en subsidios de demanda, como hasta ahora, o en subsidios de oferta que favorezcan a las universidades públicas?
En un mundo racional la respuesta es simple. El sistema universitario debiera ser mixto y combinar una serie de características deseables: Debiera usar subsidios de oferta y de demanda; debiera apoyar a los más pobres, sin desatender a la clase media; debiera financiar la investigación de calidad, independientemente de qué tipo de universidad la produce; debiera integrar la educación técnica con la universitaria; debiera proteger la libertad académica; debiera premiar la calidad; debiera atender las necesidades de las regiones; y debiera darle una ventaja (no exagerada) a las universidades públicas.
El modelo anterior es similar al sistema que opera en California, uno de los lugares más progresistas del mundo, y en el que se encuentran cuatro de las 12 mejores universidades del planeta -dos de ellas públicas (Berkeley y UCLA), y dos privadas (Caltech y Stanford).
En California el estado financia una enorme y eficiente red de universidades públicas a través de grandes subsidios de oferta. Estas no son universidades cualquiera: la Universidad de California ha obtenido más Premios Nobel que ninguna otra institución en el globo. Pero si bien estas universidades son públicas, no son gratuitas. Son mucho más baratas que las privadas, eso es cierto, pero gratis no son. Los estudiantes con recursos pagan, y los que no los tienen reciben todo tipo de ayuda, lo que muchas veces se traduce en que no paguen nada o casi nada. Pero los costos efectivos de las universidades públicas son mucho menores que en las privadas: la colegiatura en UCLA y Berkeley es de 13 mil dólares al año; en contraste, en Stanford, es de 43 mil.
Pero también hay subsidios de demanda, otorgados a través de becas que los estudiantes no deben devolver nunca jamás. Existen los Pell Grant, a los que tienen acceso las familias pobres y que pueden usar en cualquier establecimiento nacional, y una serie de becas del estado de California, incluyendo un nuevo programa de Becas a la Clase Media, para familias con ingresos entre 100 mil y 150 mil dólares anuales. Además hay distintos programas de préstamos con tasas de interés variables, muchas de ellas subsidiadas.
Pero la coexistencia de los subsidios de oferta y demanda, y la convivencia de universidades públicas y privadas, no son las únicas características que hacen que el sistema californiano sea el mejor del mundo. También existe una enorme movilidad: un estudiante puede empezar en las escuelas técnicas y cambiarse a una de las mejores universidades. Todo lo que necesita son buenas notas y dedicación. Además, las universidades en California obtienen billones de dólares en fondos concursables para investigación.
Por último, el sistema público juega un papel fundamental en la lucha contra la desigualdad: en UCLA, por ejemplo, un 46% de los estudiantes provienen de familias pobres llamadas de “primera generación”, en las que nunca nadie había ido, hasta ahora, a la universidad.
El ministro Nicolás Eyzaguirre debiera estudiar esta experiencia con atención. Más aún, debiera aprovechar el Convenio Chile-California para obtener asesoría de expertos californianos sobre la reforma. Una vez hecho esto, el ministro debiera usar todo su encanto y simpatía -y, por qué no, ese sarcasmo tan suyo- para convencer a los votantes que la solución a nuestro dilema universitario es la adopción de un sistema mixto y pragmático; un sistema flexible e igualitario, con subsidios de oferta y demanda, con universidades públicas de calidad, y con un currículo del siglo XXI. ¿Qué este plan no coincide con el Programa de la Nueva Mayoría? No importa. En este aspecto el Programa tiene enormes defectos y limitaciones, y eso hay que reconocerlo de una vez por todas.
Si Nicolás logra hacer esto, su carrera política habrá dado un gran paso adelante. Pero si fracasa, y la reforma no es más que un maquillaje burdo, y se traduce en más mediocridad y carestía, lo más probable es que el ministro termine como Humpty Dumpty: en el suelo, destrozado, roto en mil pedazos.
El caso de California es un excelente ejemplo de un sistema en que las universidades estatales reciben un trato privilegiado y están entre el grupo de las mejores. La idea de tener un sistema de institutos profesionales («community colleges») para los estudiantes que no acceden a la universidad es también buena, como lo es la idea de que los buenos estudiantes puedan continuar estudios universitarios, así como lo es que hayan dos sistemas de universidades con distintas misiones (UC y California State). No hay que olvidar que las universidades estatales en California están teniendo serios problemas de financiamiento y los aranceles han subido mucho en los últimos años. Si bien seria bueno imitar el modelo de California, es bueno tener en mente que se debe asegurar una fuente sustentable de recursos, para lo cual la reforma tributaria puede ser una respuesta.
La columna presenta muy buenas ideas, y es muy bueno que alguien influyente este pensando en modelos alternativos, pero me molesto un poco que comenzara con una opinión acerca de quien cubrirá los costos de la reforma. Cito textual «La diferencia será que después de la reforma estos costos serán pagados por todos los contribuyentes, incluyendo los muy pobres, cuyos hijos no van a la universidad.». Debo reconocer que no entiendo bien el sistema tributario chileno, ni tengo una buena idea de quien se lleva la carga mas grande, pero mi impresión es que los pobres no pagan mas impuestos ademas del IVA (que es bastante alto). Sinceramente no me es claro que la afirmación de que los pobres pagaran el costo es verdadera. Es cierto que no se beneficiaran a menos que se mejore sustancialmente la educación escolar, pero afirmaciones como estas requieren explicación, de otro modo son simplemente opiniones. Seria bueno si alguien pudiera aclarar ese punto con datos.