Publicada originalmente el 20/12/2013 en el periódico El País.
La victoria de Michelle Bachelet no es sorpresa. Después de la opaca presidencia del saliente Sebastián Piñera, sólo el anuncio de su candidatura bastó para instalar la convicción que su triunfo estaba asegurado. Más que una elección, su retorno a La Moneda ocurriría por aclamación; un implícito referéndum en una sociedad que, después de muchos años de inmovilismo, demanda un cambio profundo. Con una coalición ampliada, que ahora incluye al Partido Comunista, y liderada por el político más popular desde la transición de 1989, esa fuerza estaría destinada a terminar con los últimos enclaves de Pinochet: la Constitución de 1980, la estructura tributaria regresiva y la educación paga, por nombrar los más relevantes. A la luz de los resultados electorales, sin embargo, esas expectativas eran exageradas. Eso ya se vislumbró en la noche de la primera vuelta, cuando en el propio comando de campaña de Bachelet se respiraba un clima apesadumbrado. No haber ganado en primera vuelta le dio un sabor agridulce a ese sólido 47 por ciento, y no contar con mayoría parlamentaria propia para la reforma constitucional incluso sonaba a fracaso.
Paradójicamente, esa noche la alegría reinaba en el bunker de los perdedores, donde el 25 por ciento de Evelyn Matthei garantizaba llegar a la segunda vuelta. De manera aún más significativa, tal vez con ello se evitaba la tan pronosticada descomposición de la derecha. El Chile moderado y centrípeto de la post-transición resultó estar vivo, y con mejor salud de la que se esperaba.
Entre tanta oratoria de cambio, viejas continuidades comenzaron a hacerse evidente en la segunda vuelta. Bachelet triunfo con el 62 por ciento, un resultado importante, pero Matthei obtuvo un 38 por ciento, un resultado impensado. Eso no sólo evita la disgregación de la derecha, también la re-constituye como oposición legitima. Más aún, ese resultado reproduce el Chile de la segunda mitad del siglo veinte, el de los tres tercios. Ese Chile también está vivo y bien. Y tal cual el Chile de la transición, el de hoy continúa resolviendo ese empate por medio de la pragmática coalición entre el centro y la izquierda, antes llamada Concertación, hoy Nueva Mayoría.
La abstención es otra de las grandes continuidades. La abstención de 51 por ciento en primera vuelta, que llegó al 58 por ciento en la segunda, podrá ser histórica en los números pero no es un fenómeno nuevo. De hecho, la sociedad viene exhibiendo pasividad y desapego con la democracia desde los noventa, especialmente los jóvenes. Sobre esta base, la decisión de eliminar la obligatoriedad del voto resulta entonces incomprensible.
La alta tasa de abstención de los jóvenes también pondrá algunos signos de interrogación sobre la verdadera capacidad de convocatoria de los líderes estudiantiles, algunos de los cuales se sumaron a la coalición victoriosa y obtuvieron escaños parlamentarios. La capacidad que tuvieron para movilizar estudiantes durante las célebres protestas, sin embargo, no fue replicada por una similar efectividad para hacerlos votar. En democracia, poner gente en la calle para arrojar molotovs pierde sustancia y significado, si ello no se traduce en una vibrante participación electoral.
En este contexto, Bachelet comenzará su presidencia sin los votos propios para reformar la constitución, necesitando un acuerdo con la fuerza política que precisamente se ha beneficiado del sistema electoral binominal que la constitución consagra: la derecha. Improbable que ello ocurra, pero no obstante una prueba de fuego a la capacidad de liderazgo y negociación de la presidenta.
Las otras reformas también serán materia de negociación. La fiscal generará debate entre los propios economistas de la coalición gobernante, muchos de los cuales han sido complacientes todos estos años con la desigualdad existente, a efectos de “no ceder a la tentación populista y mantener los equilibrios macro”—remanida frase escuchada en el Chile democrático. Resultó ser que, en el milagro económico chileno, la reducción de la desigualdad fue menor de lo que se pensaba. La reforma educativa, a su vez, invitará un intenso debate acerca del tema de la equidad, ya que la gratuidad no garantiza equidad por sí misma (en definitiva es un subsidio a las clases medias y altas), y también acerca de la calidad, dado que no hay consenso entre los expertos sobre la especifica relación causal entre calidad y gratuidad.
En definitiva, Chile inicia otro capítulo de su democracia de “baja intensidad”, pragmática y moderada. No habrá revolución, ni vía chilena al socialismo. Las reformas serán graduales, tal cual han sido desde 1988, cuando los partidos de centro y de izquierda decidieron “terminar con el régimen militar con las reglas de juego del régimen militar”. En definitiva, habrá más de la tal vez aburrida e insípida negociación democrática que hubo hasta ahora. Aburrida e insípida para aquellos que desearían ver alguna epopeya neo-bolivariana en la Alameda, claro está, pero predecible, estable, y por ende más vivible, para el ciudadano común. Democracia y punto.
Sr. Schamis,
Esta es la primera columna suya que leo pero antes de leerla busqué otras columnas suyas en El País. Leí dos, una sobre Argentina
http://internacional.elpais.com/internacional/2013/12/09/actualidad/1386627688_693185.html
y otra sobre EEUU
http://internacional.elpais.com/internacional/2013/10/25/actualidad/1382712588_260165.html
Conozco la historia, la política y la economía de varios países donde he vivido por años, en particular Argentina, Chile y EEUU. Sus tres columnas me dejaron con la impresión de que sus interpretaciones de la historia omiten muchos detalles importantes de política y economía y que usted prefiere dejar a la economía en un segundo plano, como si fuera algo menor para explicar la política. Hay un punto central que parece condicionar su análisis de los tres países y que usted menciona en las líneas finales de su columna sobre EEUU. Usted escribe “Ironía suprema, la pesadilla de James Madison en el siglo 18 se hizo realidad en el siglo XXI: el país está gobernado por facciones.” Se equivoca. James Madison no tuvo pesadilla alguna. James Madison concluyó de sus estudios de la historia de los gobiernos que los países siempre están gobernados por facciones y que el desafío de cualquier constitucionalista es cómo limitar el daño que la competencia entre facciones y la facción gobernante pueden causar al país. Las experiencias de Argentina, Chile y EEUU desde la independencia —con resultados positivos y negativos muy distintos— nos han enseñado lo difícil que es limitar ese daño.
Para cualquier duda sobre la vigencia de James Madison recomiendo la lectura del libro de W. Connelly “James Madison Rules America” (2010) y un paper reciente del mismo Connelly, “Partisan, Polarized, Yet Not Dysfunctional?” (October 30, 2013, pdf disponible en internet).
Respecto a su pronóstico sobre Chile, sí la competencia entre facciones seguirá dentro de los cauces marcados por Pinochet y modificados en los últimos 24 años, pero recuerde que en toda competencia siempre hay quienes nos deparan sorpresas y consiguen meter goles con la Mano de Dios (p.ej., Nixon con su visita a China) o son castigados con tarjetas rojas (p.ej., Nixon con su visita a Watergate). Por ejemplo, hoy El Mercurio reproduce declaraciones de Juan Villarzú sobre una reforma tributaria que podría tener mayor aceptación que la reforma propuesta por los asesores de la Sra. Bachelet, aunque Juan se equivoca fuerte al afirmar que los mayores ingresos tributarios transformarán de manera radical la educación en 10 años. Sí, sería un gol con la Mano de Dios, pero autogol, solo para beneficio de la facción gobernante (como ocurrió con el Transantiago). En jerga de finanzas públicas, el problema de Chile no es movilizar recursos sino usarlos para beneficio del país.