DURANTE las últimas semanas se ha instalado la idea de que el mayor desafío de nuestro país es transformarse en un país “moderno”. En un artículo reciente -artículo que para mi sorpresa causó bastante barullo- argumenté que había una importante diferencia entre tener el ingreso de país desarrollado -meta planteada por todos nuestros presidentes, a partir de Ricardo Lagos– y ser un país moderno. Kuwait tiene un ingreso altísimo, pero no es moderno; lo mismo sucede con Arabia Saudita.
Los países modernos son inclusivos, tolerantes y no discriminan entre sus ciudadanos; cultivan la literatura y las artes, tienen una educación pública de calidad y velan por el medioambiente; en esos países, la Constitución es legítima, la desigualdad es limitada, la movilidad social es alta y hay un elevado nivel de capital social.
Como ejemplos de países modernos mencioné a Australia, Canadá y Nueva Zelandia. Son, dije, países que debiéramos mirar con atención y que debiéramos emular.
Hace unos días, una amiga me llamó para comentar el artículo en cuestión. Después de un saludo bastante parco fue directo al meollo del asunto: “No sé por qué siempre hablas de esos países”, me dijo. Luego aseveró que quedaban lejísimos y que casi nadie los había visitado. Agregó que eran países sajones, lo que desde ya los hacía sospechosos. “Mucha gente -declaró en un tono firme y terminante- piensa que los nombras porque no quieres mencionar directamente a los Estados Unidos, que lo que de verdad estás promoviendo es la cultura gringa, que lo estás haciendo a escondidas, tratando de meternos la idea por la puerta de atrás”.
Intenté contestarle y explicarle que mi interés por Nueva Zelandia era de muy larga data, pero no me dejó. Siguió perorando y haciendo listas larguísimas de las falencias de los Estados Unidos. Habló de la codicia y de las matanzas en colegios, de las guerras de Vietnam y de Irak, de la campaña inconclusa de Afganistán, del maltrato a los negros y a otras minorías, del consumismo desatado, de la goma de mascar, del cañón del Colorado, de los fiordos de Alaska, del color café con leche de Obama, y de muchas otras cosas que ya no recuerdo.
Finalmente, mi amiga tomó un respiro. Pensé que había llegado mi turno en la conversación, pero me equivoqué. No alcancé a decir ni una palabra cuando me interrumpió.
Dijo: “Querido, lo que tenemos que hacer es mirar hacia Europa, mirar hacia Francia. Tratar de ser como ellos. Francia no sólo es un país moderno, sino que además es un país civilizado. No como ‘tus’ Estados Unidos”.
Enseguida sentenció: “Francia, tiene una socialdemocracia sólida y una tradición republicana envidiable”.
Luego soltó un suspiro largo y escalonado y dijo: “Cariño, qué pena, pero me tengo que ir. Me hubiera encantado seguir conversando, pero me están esperando para ir al mall”. Sin más, cortó la comunicación y me dejó con el iPhone en la mano.
Igualdad, libertad y fraternidad
Muchas personas piensan como mi amiga. Admiran a Francia y su sistema económico. Creen que el objetivo principal del segundo gobierno de Michelle Bachelet debiera ser incorporar muchas de las políticas que hoy día definen a los galos.
Esta es una mala idea. Una muy mala idea. Una idea nostálgica que nos llevaría por un camino equivocado, camino del que nos arrepentiríamos y que, al final, nos costaría mucho desandar.
Lo anterior, desde luego, no significa desconocer los enormes aportes que Francia ha hecho, a través de los siglos, a la humanidad. Esas contribuciones han sido magníficas y esenciales para el avance de la civilización y de la cultura occidental, y para plantear el ideario de las democracias modernas.
El problema no es el pasado de Francia; no es lo que nos ha legado y lo que hemos recibido de ella. El problema es el futuro. Y para Francia, el futuro se ve cada vez más complicado. Se ve como un campo de obstáculos.
Hace unos días, el New York Times publicó un artículo sobre la situación francesa titulado “Una nación orgullosa considera cómo detener su caída”. El artículo causó revuelo, y a las pocas horas de su publicación las redes sociales francesas se encontraban convulsionadas. Los insultos al periodista llovieron como granizos y comentaristas de distintas tendencias hablaron pestes de los EE.UU. y de sus líderes. Despotricaron hasta hartarse de su cultura artificial y de plástico, de lo malo que es el cine estadounidense, de la falta de poetas de fuste, de lo pésimo que es el equipo de fútbol, de lo asquerosas que son las hamburguesas con papas fritas -para colmo, las llaman “papas francesas”- y de miles de cosas más sobre las que mi amiga hubiera estado completamente de acuerdo.
Pero independientemente del furor de las redes sociales y de la indignación del francés o de la francesa de la calle, la verdad es esta:Francia es un país en declive, un país aferrado con desesperación al pasado, un país que cada vez tiene menor influencia en el mundo, un país al borde de la quiebra y cuya economía apenas crece; un país con un desempleo estructural que no caerá, un país con serios problemas raciales.
Y, claro, aspirar a que el nuestro sea un país con esas características es una muy mala idea.
Esa maldita señora Merkel
El artículo del New York Times causó particular rabia entre la elite francesa -y especialmente, entre los jerarcas del Partido Socialista-, porque se centró en comparar a Francia con Alemania. Y en esta comparación, el país galo sale especialmente mal parado.
Porque, claro, si la comparación hubiera sido entre Francia y EE.UU, la cosa hubiera sido fácil. En un dos por tres los intelectuales galos se hubieran instalado en la TV y hubieran hablado de la vulgaridad de ese país nuevo y sin tradición que es Estados Unidos. Críticas conocidas y asunto concluido. Pero Alemania es otra cosa. Es un país europeo, cuna de una cultura envidiable, de filósofos notables, de compositores magníficos, de grandes teóricos de la literatura y de universidades muchas veces centenarias.Además, tiene un equipo de fútbol buenísimo, lo que no es una cuestión menor.
Pero, claro, además de todo esto, Alemania es el país de Angela Merkel. Y esta señora ha liderado la gran transformación germana; ha guiado las reformas que transformaron al país en una gran potencia exportadora, en una nación con desempleo bajísimo y con aumentos de productividad notables.
El detalle de la comparación francesa-alemana es este: en Francia, el sector público contrata 97 funcionarios por cada mil habitantes; la cifra en Alemania es sólo de 50. En Francia, el gasto público es 57 por ciento del PIB, en Alemania es 20% más bajo. De acuerdo con el prestigioso IMD en Lau-ssane, Suiza, Francia está en el lugar número 29 en el ranking de competitividad mundial; Alemania, en contraste, ocupa la posición número 9. Según el estudio “Doing Business” del Banco Mundial, los resultados son similares: Alemania, lugar 19; Francia, 29.
En Francia, la tasa de desempleo juvenil es 9%, más del doble que en Alemania (4,1%). Además, los impuestos son asfixiantes y los pequeños empresarios no quieren que sus compañías crezcan, ya que al hacerlo las regulaciones los enloquecerían. Entre el 2010 y el 2012, Alemania creció a un promedio anual del 2,7%, mientras que Francia lo hizo a tan sólo el 1,2%. Y podría seguir con las comparaciones por mucho rato.
La respuesta de los franceses ante cifras como estas es que en Francia el nivel de vida es más alto que en otros lugares. Es verdad que los beneficios sociales son altísimos, pero el problema es que ya no se pueden financiar. Son beneficios del pasado, de otra época, de antes de la globalización. Hoy en día, Francia tiene una deuda pública que se empina a casi el 100% del PIB, la que difícilmente se pueda expandir. Y con una economía estancada los ingresos tributarios apenas crecen, por lo que las fuentes de financiamiento del estilo de vida tradicional, de los beneficios enormes y productividad mediocre, no son obvias. Pero eso no es todo. Resulta que en muchas áreas los alemanes tienen mayores beneficios que los franceses. Por ejemplo, en Alemania, el promedio de horas de trabajo del empleado promedio es levemente más bajo que en Francia: 1.397 vs. 1.479 (para efectos de comparación, en EE.UU. las horas trabajadas son 1.790).
Las diferencias de performance -y de perspectivas futuras- entre Alemania y Francia tienen una explicación simple: a partir de 1990, el pueblo alemán decidió hacer enormes reformas económicas tendientes a mejorar la productividad, la eficiencia y la competitividad internacional. Cambiaron leyes, eliminaron regulaciones y lograron grandes acuerdos entre los sindicatos y el sector empresarial. Las reformas fueron profundas y terminaron con muchas prebendas y situaciones de privilegio. Pero a pesar de su profundidad, las reformas se hicieron en el contexto político tradicional de Alemania, siguiendo la tradición de acuerdos y cooperación. Alemania no se transformó al capitalismo sajón, pero sí optó por un capitalismo propio y eficiente. Francia, en contraste, ha decidido no hacer nada de eso.
La senda que debe seguir Chile es la de Alemania. La senda de reformas profundas y productivas, reformas que vayan más allá de la esfera económica, reformas que nos transformen en un país tolerante, inclusivo. Reformas que nos transformen en un país moderno, por favor.
Coincido. Siempre he pensado que Francia tiene una economía fuerte a pesar, no gracias a, su política económica. Su magnífica riqueza física, cultural y humana ha impedido, hasta ahora, que sus políticas económicas no lleven al país al sub desarrollo.