Todo gobierno quiere dejar un legado. La pregunta, claro, es establecer cuál será este legado. La respuesta muchas veces viene condicionada por los temas que se enarbolaron durante la campaña. En el caso de Patricio Aylwin fue la transición. En el caso de Michelle Bachelet una mayor protección social.
¿Y en el caso de Sebastián Piñera?
En esencia, la promesa electoral de Piñera fue continuar con lo que estaban haciendo los gobiernos de la Concertación, sólo que la derecha lo haría mejor: serían más eficientes, estarían más enfocados, trabajarían 24/7 aplicando en el sector público las comprobadas habilidades gerenciales del mundo privado. En otras palabras, Piñera prometió que su legado sería la buena gestión, resumida en el eslogan de “La Nueva Forma de Gobernar”.
Cuando un gobierno se propone dejar un legado reformista, éste cumple en la medida que se haga la reforma prometida. Cuando la promesa es “más y mejor” de lo mismo que hicieron los gobiernos anteriores –más crecimiento, más empleo, mejor focalización del gasto social– se termina en una camisa de fuerza difícil de manejar.
Algo de esto intuyó el Presidente durante su campaña. La promesa de crecer al 7% al año a todo evento, pasó a ser 6% poco antes de ser electo. Y transcurridos más de dos años de gobierno, el crecimiento está más cerca del 5% que del 6%, mientras que el crecimiento de largo plazo y la productividad no muestran cambios significativos.
El problema con este tipo de promesas –hacer todo mejor que los que gobernaron antes– es que, más temprano que tarde, llega la hora de la verdad. Y eso debe ser una fuente de mucha ansiedad para cualquier gobernante. Y la ansiedad es una mala consejera, en especial a la hora de diseñar, ejecutar y analizar políticas públicas.
Por eso, si los resultados no siempre acompañan, comienzan las tentaciones. La primera de estas tentaciones es embarcarse en elaboradas campañas comunicacionales para convencer a la ciudadanía que se ha cumplido cuando en realidad no es así.
En noviembre de 2010, en cadena nacional, Piñera anunció que la reforma a la educación que estaba presentando junto al entonces ministro del ramo Joaquín Lavín, era la “más trascendente y ambiciosa” desde el gobierno de Frei Montalva. Y después del mediático pero eficiente rescate de los 33 mineros, el Presidente se paseó por Europa hablando de “The Chilean Way”: una nueva manera de hacer las cosas a la chilena.
El problema con campañas comunicacionales que “sobrevenden” es que la porfiada realidad siempre encuentra maneras de entrometerse. Pocas semanas después de la gira europea del Presidente, un incendio en la cárcel de San Miguel terminó con 81 reclusos muertos. Y seis meses después de la que supuestamente era la mayor reforma educacional en décadas, los estudiantes paralizaron durante meses el país exigiendo una mejor educación.
La enorme presión, muchas veces autoimpuesta, por mostrar que se cumple a toda costa y que se cumple mejor que los gobiernos anteriores, lleva a la segunda tentación: desplegar un “exceso de creatividad” con las cifras, los números, los datos.
El ejemplo más claro de ello es lo que ha sucedido con la encuesta Casen. Sabemos que al gobierno no le gustaron los resultados que le entregó la Cepal, porque la pobreza estaba estancada en 15%. Acto seguido, el gobierno ejerció presión sobre la Cepal para incoporar datos nuevos que, los técnicos bien sabían, iban a mejorar los resultados. La Cepal accedió a esta presión –era la primera vez en sus 25 años de colaboración con el gobierno chileno en la Casen que aceptaba revisar sus resultados– y el gobierno obtuvo una cifra aparentemente buena que comunicó como gran triunfo a todo el país.
Hoy sabemos que la baja de 0,7% obtenida luego de que la Cepal revisara su cifra inicial tampoco es significativa, porque finalmente el gobierno reconoció que el margen de error es mayor a esta diferencia. Lo supimos porque en un seminario realizado en el CEP a comienzos de agosto, el economista Dante Contreras le hizo cinco preguntas clave al Ministro Lavín, quien optó por no responderlas. A partir de ahí, la renuncia del funcionario de la Cepal a cargo de la encuesta y un reportaje investigativo de Ciper contribuyeron de manera importante a dilucidar lo ocurrido.
En un seminario realizado en el CEP esta semana, la ansiedad del gobierno al ver que, nuevamente, uno de sus ‘grandes logros’ se estaba desmoronando, llevó a altos funcionarios a afirmar que necesitaban más tiempo para subir a la web un informe elaborado hace dos meses. Se trata, precisamente, del informe que jugó un rol clave en la presión del gobierno ante la Cepal.
El problema del “Casengate” es que no se trata de un episodio aislado. Una y otra vez, este gobierno ha demostrado bastante creatividad con las cifras con el fin de exhibir resultados que, en verdad, no son tales o no son tan buenos como al Ejecutivo le gustaría que fuesen.
Por ejemplo, a mediados de agosto, el Ministerio de Salud anunció con bastante fanfarria el fin de las listas de espera Auge, favoreciendo a unos 380.000 pacientes: meta cumplida. Pero un informe de la Contraloría arrojó que parte importante de esos pacientes fueron sacados de las listas de espera por “vía administrativa”; es decir, en realidad nunca recibieron atención de salud.
Entonces, ¿por qué la insistencia mía y la de muchos otros expertos por transparentar 100% lo que sucedió con las cifras de la Casen? La insistencia viene de una preocupación real: si barremos bajo la alfombra episodios como estos, estamos enviando una pésima señal a los actuales y futuros gobernantes. Estamos diciendo: “Mira, no es lo ideal, pero las estadísticas oficiales son parte del juego político y se pueden retocar por aquí y por allá”. En otras palabras, estamos sentando silenciosamente las bases que pueden llevar al deterioro de nuestras políticas públicas, pues con datos equivocados es difícil elaborar políticas adecuadas. Y eso es algo que Chile, con la ambición de convertirse pronto en un país verdaderamente desarrollado, no se puede permitir.