Luces y sombras del Chile actual

Los incendios a las estaciones del metro, los saqueos e incendios de supermercados y otros comercios, y especialmente las marchas que les siguieron han generado sorpresa y estupor, tanto por la violencia
de los primeros como también por la masividad de las segundas.
Inmediatamente después de ocurridos estos actos, hemos oído una serie de hipótesis que tratan de vislumbrar las causas del estallido social. Sin lugar a dudas, las causas de estos eventos merecen ser estudiadas con cuidado, y con ello evitar conclusiones apresuradas y políticas equivocadas que echen por la borda el progreso económico y
social logrado por nuestro país durante los últimos 30 años.
No cabe duda de que Chile ha progresado. El alto crecimiento económico del período 1990-2014 hizo posible un gran salto en el ingreso per cápita y una mejora substancial en el bienestar de la población, especialmente de los grupos de más bajos ingresos. Los indicadores están a la vista: la importante reducción de la mortalidad de los infantes (niños hasta un año de edad), de la mortalidad infantil (niños menores de 5 años) y de la pobreza y, al mismo tiempo,
el aumento de la esperanza de vida al nacer, que hoy supera no solo a la de todos los países de la región, sino que también a la de Estados Unidos, que tiene un PIB per cápita cerca de 4 veces el chileno. Ello ha generado un aumento del número de personas satisfechas con su vida en general y con otros ámbitos de su vida, como las relaciones personales, la salud y el ingreso, de modo que 8 de cada 10 chilenos declara estar satisfecho con la vida, cifras que riñen con el diagnóstico de un malestar social extendido, popular por estos días.
En paralelo, todos los indicadores de distribución de ingreso han mejorado. De hecho, entre los años 1990 y 2017, el coeficiente de Gini y la relación entre el ingreso medio del quinto y del primer quintil han disminuido, tendencia opuesta a la observada entre los países de la OCDE durante la última década. A pesar de estos avances, Chile sigue siendo un país con alta desigualdad de ingresos.
Quizás por eso, la percepción de la desigualdad de ingresos sigue siendo alta, aunque se ha reducido, si comparamos la brecha de salarios percibida para un obrero y el dueño de una empresa, calculadas a partir de las encuestas CEP de 2009 y 2019. Si la desigualdad de ingresos fuera la única razón tras el estallido social, ¿por qué no ocurrió antes, cuando la desigualdad objetiva y percibida eran más altas?
Por otro lado, la movilidad social —medida por el porcentaje de personas en el cuartil más alto de la distribución del ingreso con un padre en el cuartil más bajo— es más alta en Chile que en países europeos como Dinamarca, Italia, el Reino Unido, Holanda, Francia y Alemania, por nombrar algunos.
Sin embargo, cuando ella se mide como la correlación entre los ingresos de los padres y los de los hijos, se observa baja movilidad intergeneracional en nuestro país. A pesar de eso, la mayoría de los chilenos declara en las encuestas que tanto sus ingresos como su salud y posición social son mejores que las de sus padres. Es decir, hay alta movilidad percibida, quizás no tanta en la práctica.
El modelo de desarrollo chileno se sustenta en la creencia de que el esfuerzo, la iniciativa y el trabajo duro pueden generar mejoras en el nivel de ingresos y la calidad de vida. Estas creencias están ampliamente extendidas en la población y se han mantenido así durante las últimas tres décadas, de acuerdo a lo registrado por las encuestas CEP.
Precisamente por la extensión de estas creencias es que la falta de meritocracia —expresada, por ejemplo, en que una gran parte de las personas que trabaja para el Estado no fue sometida a un concurso que permita evaluar el mérito para desempeñar el cargo y para ser promovido, o que en el sector privado las personas utilicen contactos y pitutos con frecuencia para acceder a cargos importantes— causa molestia entre los chilenos.
Por su parte, las mejoras en las condiciones materiales de vida de los chilenos derivaron en el surgimiento de una gran clase media, cuyas expectativas de progreso en ingresos y posición social continuaron al alza, al igual que sus esperanzas de que el sistema político funcione mejor. En estos aspectos, los chilenos han sufrido decepciones. Por un lado, es posible que el bajo crecimiento de los últimos cinco años haya frustrado las expectativas de seguir progresando a la velocidad que se había acostumbrado y que se esperaba. Por otro lado, las demandas de la clase media por bienes públicos de mejor calidad, que crecen con el nivel de ingreso, no han sido bien satisfechas, tanto por los efectos del menor crecimiento en los ingresos públicos como por la incapacidad del sistema político
de atender sus demandas en las áreas de salud, seguridad, educación, pensiones y transporte público, lo que se ha traducido en una profunda desconfianza hacia las instituciones políticas.
Al mismo tiempo que las condiciones materiales mejoraron, la clase media fue notando la precariedad de sus progresos, ya que, al igual que la satisfacción con la vida y la percepción de movilidad respecto de los padres, las inseguridades están bien extendidas en la población. Entre los chilenos existe el temor de que, ante la ocurrencia de eventos inesperados como la pérdida del empleo, un asalto o una enfermedad, y otros esperados como la vejez y la educación de los hijos, la situación económica de la familia empeore a un nivel tal que los lleve de regreso a la pobreza y borre el progreso logrado. En cada una de estas áreas, los servicios estatales y privados son los llamados a
proveer prestaciones de calidad, sin embargo, se percibe mala calidad y corrupción en los primeros, y abusos en los segundos. Más aún, tanto en proveedores de servicios estatales como privados se percibe maltrato, lo que no se condice con el trato digno que los chilenos esperan cuando interactúan con ellos.
Todos estos elementos estaban en la palestra antes de que se desatara la violencia en diversos rincones de nuestro país, por lo tanto, no es claro todavía cuál es la conexión de ellos con el estallido social que siguió a los hechos de violencia ocurridos el 18 de octubre y los días siguientes.
Independiente de eso, es posible interpretar las manifestaciones posteriores al estallido como un llamado para que tanto el Gobierno como el Congreso se concentren con urgencia en resolver los problemas de esta nueva y exigente clase media. En ese sentido, sustituir subsidios indirectos por subsidios directos al ingreso —acompañado de una poda de muchos programas estatales mal evaluados por la Dipres y que no dieron en el ancho—, aumentar en forma significativa las pensiones solidarias, enfrentar el problema de las enfermedades catastróficas y el alto precio de los
medicamentos pueden ser paliativos necesarios en el corto plazo, mientras se avanza en los temas de mediano plazo, como son las mejoras de la provisión de la educación temprana, básica, media y técnica y de la salud pública, la creación de una red de protección social que se haga cargo, al menos, de los problemas en acceso y cobertura de salud y de las bajas pensiones, y la tan necesaria reforma del Estado y de los organismos encargados del orden interno y del control de la delincuencia.
Chile tiene una posición fiscal que todavía es relativamente sólida, la que permite un aumento transitorio del déficit estructural para contribuir a financiar parcialmente las medidas de corto plazo.
Ello debiera acompañarse de un alza parcial de los ingresos tributarios, mientras se avanza en un acuerdo para financiar las medidas de corto y mediano plazo en forma eficiente y fiscalmente sostenible. Sin embargo, no se debe descuidar el crecimiento, que es fundamental para seguir progresando y a la vez es la principal fuente sostenible de financiamiento público para satisfacer buena parte de las mejoras que demandan los chilenos.